Cuarteto Arditi
Cuarteto Arditi

Cinco pequeñas reseñas

Sharbel Pimientel

Cuarteto de cuerdas Arditti en su gira del 50 aniversario | (Brad Lubman y la ofcm) | Teatro de la Ciudad, Esperanza Iris | Sala Silvestre Revueltas | Ciudad de México | 22, 29 y 30 de junio de 2024


I
Tetras de Iannis Xenakis


Hace unos 20 años escuché por primera vez Tetras de Xenakis. Fue un concierto que dio el cuarteto de cuerdas Arditti en la sala Blas Galindo. También era un poco la culminación de una clínica que el cuarteto había dado para estudiantes de composición de varias escuelas de la Ciudad de México. Para mí fue una coincidencia maravillosa pues justo en esa época estaba descubriendo la música de Iannis. Ahora, casi 25 años después tuve la oportunidad de volver a oír a los Arditti tocar la misma obra del compositor griego. La conformación del cuarteto ha variado desde entonces, pero el espíritu es el mismo.

Tetras es una profecía pavorosa. Hay una violencia en la pieza, no siempre obvia y no siempre contenida. Tetras es Casandra que grita sus advertencias sin que nadie la tome en serio. Es Edipo arrancándose los ojos. Es el coro que se lamenta en la orkestra. La fuerza que los arcos aplican al frotar las cuerdas parece más para serrar los instrumentos que para hacerlos resonar, esos rechinidos casi guturales al empezar la segunda sección. Como si el cuarteto buscara despedazar los diapasones, como si los instrumentos que lo integran quisieran regresar a ser madera, árboles, en una huida despavorida de lo que ellos mismos están desatando.

Casi al final, parece que se ve un descanso, un lugar donde guarecerse de haber presenciado la tormenta. Hay patrones rítmicos que se “dejan” percibir con más facilidad, o eso parece porque una nueva cascada se desborda y el ritmo se desvanece, se deshilacha, se diluye en un resuello. El ritmo se descompone también, como un aerostático que se desinfla inevitablemente antes de estrellarse en un campo, con un estruendo sordo, lento y espantoso.

Xenakis abre la tierra y nos permite asomarnos a sus entrañas. Nos invita también a dejarnos golpear en pleno pecho por la masa sonora (una invitación que no es amable) y a olvidarnos por unos momentos de la tiranía de lo visual, de lo que fácilmente podría tacharse de cinematográfico. Es la fascinación de contemplar el cataclismo. Es ver el caos a la cara y no poder apartar la mirada. Como ver la foto del rostro de Iannis (de tío Iannis, como dicen que Julio Estrada le llamaba) y no poder pasar por alto esa cicatriz que él portaba con tanto orgullo.


II
Memorial de Ana Lara (dedicado a Mario Lavista)


Despacio, como en un llamado a la plegaria, la cuerda se tensa. Enfrente, hay otro arco sobre otro instrumento. También este genera tensión, fricción, un murmullo tímido, como cuando uno contiene el llanto. Se une una tercera y poco después la cuarta, la cuerda que faltaba. Estirar por las costuras que se resisten al desgarro, pero apenas… Así empieza la contemplación, el respiro. El cuarteto y la invocación ya son uno. De hecho, ya lo eran desde antes del primer sonido. Escucho, tenso yo también, como envuelto por la butaca.

Aquí hay un pacto, un secreto confiado a unos pocos, pero compartido esta noche. Los Arditti entienden esto. Esa comunión íntima, ese oficiar los sonidos. Entienden que trabajan con lo acústico. Es un material difícil, dúctil y maleable, sí, pero delicado. Ese sonido es una bola de luz blanca, vibra en sus orillas y se estremece en su núcleo, se consume a sí misma. Estamos en presencia de una esfera —acaso esa que dibujan los derviches o que perseguía Scelsi en el psiquiátrico. Parece estática de tan imperceptible que es el motor que la anima. Sus límites invisibles son esporas que chocan con el exterior, que lo mantienen a raya al tiempo que lo invaden. Una burbuja que toca el asfalto, pero mantiene su integridad.

Un dolor lento y terrible, pero hermoso desde su centro. La sensación constante de que algo se va a desbordar. Hermoso, repito, y desolado, como mirar al sol de frente, como caminar hacia el sol. Abrazar el deslumbramiento y el crisol. Un como estertor infinito. Un solo soplo que parecía inagotable, un suspiro al pasar el césped, al arrojar un puñado de tierra, todo eso en cada sollozo armónico. Como desde dentro de una crisálida.

Pero Irvine Arditti y los tres alquimistas que lo acompañan también entienden que este es un asunto personal. Por eso Ana los tiñe a los cuatro con el púrpura de las dolorosas y entre todos nos regalan esta luz que nos consuela al tiempo que nos ciega. Y ellos recrean la elegía. Con sus santas breas, con sus arcos convertidos en hachones. frotan e infunden de duelo la viola, la pica, los diapasones.

Entresaco medio cuerpo de la butaca, no era esta la que me envolvía, era más bien esa sensación de lo perdido, de la amistad que se fue. Ni para qué intentar que pase, que se sacuda. Tampoco sé si quiero.


III
Fluss de Toshio Hosokawa


Lubman está de pie, alto y erguido. Corta el aire con las manos. Hace Tai chi con todo el cuerpo. Parece que quiere partir el mar. Verlo es estar adentro de una ballena en forma de koto. Brad es un péndulo, un pincel con el que retrata a Hosokawa. Los Arditti están en el centro, engullidos por la orquesta. ¿Quién dirige a quién? Parece que todo es una sola nota que se pasaran todos. ¿Se trata de trascender la melodía? ¿De prescindir de ella? Esta nota que es una y que se estira y que se expande. Remar, herir el oleaje. ¿Dónde están los botes salvavidas? El chelo se queda solo, como ver caer un hombre al agua. La viola le arroja una cuerda, sin mucha convicción. Ahora el segundo violín intenta jalar esa cuerda, porque ya son dos los que se ahogan. Cuando el primer violín se decide a participar en el rescate, ya es un suicidio anunciado, un remolino de espuma. La necedad de no saber que es inminente que ese mar los devore. Como células que atacaran el cáncer, solo para darse cuenta, ya muy tarde, de que se volvieron cancerígenas y ahora las atacan a ellas, se atacan ellas mismas. El director de nuevo resiste, nada, se peina con las manos, las palmas hacia arriba, hacia abajo. Las mismas que acarician el aire y que se defienden del agua. Lo peor ya pasó. Un último gorgoteo. No queda más que un tímida burbuja en medio de lo inmenso.


IV
Cuarteto de cuerdas No. 2 de György Ligeti


Los cuatro salen vestidos de negro. Los pliegues de las camisas cuelgan. El blanco de las canas resalta. Arditti se sienta más cerca del borde de la silla, como si quisiera poner más atención, entornar los oídos. Aunque está más cerca del atril, es el que parece que viene desde más lejos. ¿O será el efecto de las gafas que se le resbalan? Si tocar Ligeti es estar dentro de un reloj con engranes maravillosos y esquizofrénicos, Irvine es el segundero. De los cuatro pares de zapatos, tres están lustrados de manera impecable, brillosos, el par de Arditti es más bien opaco, mate, como en esas fotos que quieren ahuyentar los reflejos. Al fijarme un poco más, me doy cuenta de que son como botines-tenis, y claro… Hay que estar cómodos para tocar estas cosas. Después de tantos años el señor se puede poner lo que quiera. Aquí parece que sí vencimos la superficialidad de la etiqueta y que nos piden concentrarnos en el sonido (que si es como el de las Cuarteto No. 2 es exigente, celoso, despiadado con los escuchas). Ashot Sarkissjan, el 2do violín, mira por encima de este, como desde arriba de sí mismo. Tiene una barba tan pulcra como sus staccatos. Se balancea, como una aguja desorientada por imanes a su alrededor.

El cuarteto está solo, pero con sólo desviar un poco la mirada se ve una escenografía particular: filas y filas de sillas vacías. Una especie de público paralelo que está a espaldas y a los costados del cuarteto. Una audiencia de espacios y puestos sin ocupar. En el concierto de una semana antes el cuarteto también estaba solo y rodeado del vacío del escenario, pero no había esas sillas que prometen tanto como perturban.

Lucas Fels, parapetado en su chelo, es el único que tiene una postura distinta a los otros tres. La complexión del instrumento lo obliga a ello. Ahí donde las otras cuerdas le piden al cuello contorsionarse, este pide un abrazo. También es un contrapeso y otro segundero. No olvidemos que están tocando a Ligeti.

Ralf Ehlers cierra el semicírculo. De estilo elegante, con la callada nobleza de la viola, parte de ese grupo de instrumentos víctimas de tanto prejuicio absurdo. Pero es un error pensar que en un cuarteto como este algún instrumentista se sienta menos.

Ralf Ehlers cierra el semicírculo. De estilo elegante, con la callada nobleza de la viola, parte de ese grupo de instrumentos víctimas de tanto prejuicio absurdo. Pero es un error pensar que en un cuarteto como este algún instrumentista se sienta menos.

Se escucha la complicidad, la compenetración del cuarteto, tantas horas, tantos ensayos, tantos compositores en sendos pentagramas (seguro que a veces hay otros signos), tantos vuelos compartidos. Eso se puede palpar, casi como el sonido de Ligeti se puede palpar, turbio y estridente como es, pero se puede. La pieza termina, un poco contenida quizá, un poco medidos los esfuerzos quizá, que si esto era un maratón, el Ligeti fue apenas la primera media hora. Los cuatro, todavía solos, se miran, se levantan y se van, con sus instrumentos a cuestas y los arcos en las manos.


V
Recordare de Hilda Paredes


Se disponen y se acomodan, algunos todavía repasan los pasajes difíciles. Las sillas se van ocupando. Son el destacamento de atrilistas de esa noche.

Una invasión de ciempiés voraces arrasa con una colonia de hormigas.

Es un fractal, pero no está claro, no está bien definido, es más como un caleidoscopio estrellado, roto. Igual asomamos el ojo.

Los metales soplan en sus boquillas, pero no es que quieran producir sonido alguno. Parece más bien que soplan para sacar algo de sus instrumentos, para expulsar bichos de los pabellones, ácaros de entre los pistones. Para ahora está claro que es una cuestión de insectos.

Luego sigue una matanza de grillos. Se escucha un ruido como de pisadas de oso hormiguero que llega con el hambre por delante. Aun así los grillos cantan.

Ahora el frenesí comienza a volverse metálico. Los glissandos son como el tornasol de un escarabajo o de una mosca panteonera. Hipnótico y bello, siempre y cuando ignoremos dónde estuvieron esos colores.

Trágico ser cigarra, exponerse unas pocas horas después de tantos años sólo para morir en una orgía que no deja más que cascarones vacíos. Trágicas también las luciérnagas que se consumen por dentro ¿y para qué? Para que en el afán de reproducirse sus brillos se integren a la descomposición. Ahora los ritmos se descomponen, como esas plagas bíblicas, las langostas y los sapos que acaban con cosechas enteras.

Cuando el volumen disminuye, es ese ruido de las hojas cuando las babosas las mastican, es ver esa digestión lenta y maravillosa.

Ahora también resulta esto un rizoma. Pero escuchar estas redes de hongos es algo monstruoso, caótico, y no el “baño sónico” que nos quieren vender los fascinados. Es la cabeza de la libélula atravesada por el cordyceps, no la amanita que da techo a una familia de duendes risueños.

El sustrato de un bosque que siempre se está pudriendo y siempre está naciendo. Millones de ojos ven esto todos los días, ojos de termitas y de caracoles. ¿Y sus oídos? ¿Y la sensación en la piel de que se nos subieron las hormigas? ¿Un bosque o un terrario? ¿Un eucalipto derribado o el musgo entre la ruina?

También me dio la sensación de ir por niveles. Ahora bajamos adonde todo es más silencioso aún. Lombrices y larvas que remueven y escarban la tierra, podría decirse que con los dientes.

Cuando por fin termina un incendio, o se queda contenido por los túneles que cavan las tortugas, sólo queda la ceniza inerte y los carbones y el humo retorciéndose, palpitando, vivos también.

Hilda Paredes


  1. ! Increíble !
    Me súper encantó, en algunas partes noté que ni parpadeaba.
    Es muy visual su escritura, podría decir que incluso es cinematográfica. Hasta ganas me dieron de haber presenciado el concierto de manera simultánea con su narrativa de fondo.
    Lo disfruté muchísimo.
    Felicitaciones al autor.

    1. Muchas gracias por tu comentario, querida Nictejá. Efectivamente, los conciertos que ofreció el Cuarteto Arditti, muy acertada y poéticamente plasmados por Sharbel, fueron espectaculares. ¡Nos alegra mucho que hayas disfrutado de este artículo!

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