Foto: Taruskin en la Universidad de las Américas.
Cortesía de María Luisa Vilar.
Ricardo Miranda
Adiós a un musicólogo ejemplar
Publicado originalmente en: La Razón ; 15/07/2022 19:10.
https://www.razon.com.mx/el-cultural/adios-musicologo-ejemplar-490701.
Publicado con autorización del autor.
COMO TANTAS COSAS BUENAS EN LA VIDA, LE DEBO A LUISA VILAR PAYÁ EL PRIVILEGIO DE
haber conocido a Richard Taruskin (1945-2022), el musicólogo norteamericano fallecido el primer día de julio en California. Con Luisa, le trajimos a México en 2016 para que impartiese algunas conferencias y un curso para jóvenes investigadores. Que el más importante musicólogo de nuestro tiempo haya venido a México a dar clases ya nos dice algo acerca de cómo la musicología ha dejado de ser, en nuestro país, un asunto de aficionados para convertirse, paulatinamente, en una disciplina académica formal y reconocida. Desde luego no canto ninguna victoria, los espontáneos siguen saltando al ruedo, pero algo se mueve y cambia.
De aquellos días se dibuja en la memoria el recuerdo de una tarde cuando, tras comer opíparamente en Xalapa, nos trasladamos al auditorio de la Facultad de Música para una mesa redonda donde nos habló de dos temas favoritos, la relación entre crítica y mal gusto y los peligros del pensamiento utópico. Apenas pudimos entrar y en todos mis años en Xalapa no recuerdo haber visto así de abarrotado aquel auditorio. Cuando salimos, Taruskin estaba feliz de haber tenido un público tan numeroso como interesado, con los jóvenes sentados en los escalones, pero como en Xalapa lo más importante es la comida, nos dimos a la fuga para ir a cenar con otro grupo de alumnos al famoso Asadero Cien. Recuerdo también que mientras caminábamos, rodeados de jóvenes que le pedían las consabidas fotos y firmas de libros ―Taruskin era en aquellos momentos un pop star―, una burócrata me alcanzó para decirme que todavía no estaban listos los fondos que harían posible su visita. El espíritu kafkiano vive a sus anchas en la Universidad Veracruzana y aquella ocasión no dejó de mostrar la estulticia de su sonrisa administrativa.
Taruskin inició su visita a México en Cholula, donde le había invitado la Universidad de las Américas antes de los problemas también kafkianos que hoy la invaden. Ahí dictó una estupenda conferencia sobre interpretación musical (uno de sus temas favoritos) y nos hizo escuchar diversos ejemplos, incluido el famoso pasaje a solo del Quinto concierto de Brandemburgo tocado por Furtwängler. Entre cursos y conferencias le llevamos a Teotihuacán, que le deslumbró; al Museo Nacional de Antropología ―donde Antonio Saborit, su director, nos regaló una inolvidable visita guiada― y, a firme petición suya, a la casa museo de Trotsky en Coyoacán.
Ahí Taruskin fue nuestro guía especializado. Reconocido como el gran experto en música rusa ―para enojo de los musicólogos soviéticos― la historia de ese país le apasionaba y le había dedicado no pocos esfuerzos. Sus famosos volúmenes sobre Stravinski son referencia obligada y sus libros Definiendo a Rusia musicalmente y La música rusa, en casa y en el extranjero, son fuente inagotable de reflexión y aprendizaje. Para quienes estudiamos cualquier asunto vinculado a la vida musical mexicana en los siglos XIX o XX, la lectura de los ensayos de Taruskin sobre música rusa es siempre reveladora, y basta sustituir el nombre de ese país por México para darnos cuenta del provecho y valía de sus reflexiones.
En particular, la historia de la Unión Soviética le apasionaba. Quizá por ello, una de sus más famosas columnas en el New York Times, del que fue colaborador habitual, fue aquella donde polemizó respecto a la novela que Julian Barnes dedicó a Shostakovitch, The Noise of Time. ¿Hasta qué punto un novelista deja de ser historiador? ¿Por dónde pasa la línea que divide las tareas de un literato de las del musicólogo metido a biógrafo? “Los novelistas”, escribió Taruskin, “tienen todo el derecho de utilizar los datos históricos para dotar de verosimilitud a sus obras, y entera libertad
de traspasar más allá de los hechos, hacia donde su deseo les lleve. Los historiadores, sin embargo, están atados por las circunstancias, condenados a las vistas parciales y obstruidas que sus fuentes les ofrecen. Su único recurso es seguir buscando y rezar mientras los novelistas pueden gozar de una vista sin cortapisas. Pero ¿qué es lo que ven? A menudo, describen deliberadamente lo que nunca sucedió”.
A esa lúcida oposición metodológica, añadió en la frase más demoledora de su reseña una conclusión muy dura: “[Julian Barnes] quiere la libertad del novelista y la autoridad del historiador. Al buscar ambas se queda sin ninguna”. No me imagino cómo habrá sido polemizar con Taruskin. Y menos me habría gustado hacerlo más allá de alguna sobremesa o correo electrónico que alcanzamos a cruzar. Era un hombre enciclopédico y poseía una memoria descomunal. Así lo retrató James R. Oestrich, su editor en el New York Times, pero no hace falta ningún testigo en el estrado para quienes lean algo de su Oxford History of Western Music, un tour de force en cinco volúmenes (mas un sexto de índices y referencias) que, después de todo, puede pensarse ―como él mismo decía― como la última obra de su especie. ¿Puede una sola persona saber tanto de música? ¿Y puede, además, ponerlo por escrito e ilustrarlo con toda suerte de ejemplos musicales? Si la misma idea de una historia de la música ya es difícil de contemplar, en virtud de las dificultades técnicas que implica escribirla, la noción de una historia de la música a cargo de un solo autor hoy se antoja imposible, más la necia insistencia de algún aficionado que un libro medianamente serio.
Pero la historia Oxford de Taruskin acaba con tales prejuicios: que esa historia se detenga en tantos detalles, que se meta a profundidad con varios compositores, técnicas y estilos; que subraye o se detenga sobre músicas poco exploradas (como las páginas que le dedicó a Julián Carrillo como artífice de la música moderna) y que dé cuenta de tantos y tantos aspectos de la música estudiada, se antoja una tarea titánica pero digna de ser emulada, siquiera entre varios musicólogos. Cierto, no es una lectura fácil ni todas sus páginas están destinadas a un público amplio pues a menudo exige de sus lectores una buena formación musical, capacidad para leer partituras y conocimientos sólidos de armonía y análisis. Pero nadie dijo que la musicología fuera fácil y sólo los muy sordos dirán que se puede hablar o escribir sobre música sin saber de música, sin saber leer música. Esa capacidad enciclopédica no era gratuita. “No lo hurta, lo hereda” dirían en mi familia. Taruskin había estudiado con Paul Henry Lang, cuyas mil cien páginas intituladas La música en la civilización occidental fueron el libro de referencia que hace cincuenta años se antojaba insuperable.
Así vemos hoy la Oxford History de Taruskin aunque no faltan quienes acusan omisiones (habla casi nada de Sibelius, no menciona a ciertas compositoras norteamericanas, etc., etc.) Como le confesó él mismo a un reportero, “mientras
Taruskin sea el rival a vencer, Taruskin está contento”. Taruskin fue un musicólogo ejemplar, capaz de escribir para el mundo académico y para el público que seguía sus reseñas o sus polémicas columnas periodísticas. Sus críticas hacia consabidos compositores norteamericanos como Milton Babbitt o Donald Martino, su visión inquisitiva sobre figuras consagradas como Schöenberg o Prokófiev y su cuestionamiento de la llamada interpretación históricamente informada levantaron ámpulas, gritos y sombrerazos.
Cuando en 2001, tras los ataques de septiembre, la Orquesta Sinfónica de Boston decidió censurar algunos coros de la ópera de John Adams, La muerte de Klinghoffer (donde terroristas palestinos matan a un judío en silla de ruedas), el llamado de Taruskin a distinguir entre paciencia y censura causó un revuelo que se sintió en ambas orillas del Atlántico… ¿qué nos habría dicho de la “cancelación” que hoy pende sobre algunos artistas rusos? La respuesta, casi con seguridad, le habría llevado a uno de sus leitmotiv. En uno de sus libros cuyo título lo dice todo, El peligro de la música y otros ensayos anti utópicos, reunió muchas de sus reseñas donde es fácil encontrarle en medio de los temas más polémicos. “La música es una poderosa forma de persuasión que opera en el mundo, un arte serio que posee una fuerza
ética y que impone responsabilidades éticas”, afirmó respecto a la interminable discusión sobre Wagner y el antisemitismo. “Es mejor que Wagner siga siendo tref (“sucio”) en Israel y que la polémica arda […] antes de que se convierta, en la vida de los conciertos en Israel, tanto como en cualquier lado, en otro narcótico suave”.
Cuando Taruskin vino a México, hubiera sido lógico que nos hablase de sus trabajos acerca del nacionalismo en la música, o de algún compositor o repertorio que tuviese rasgos afines con la música de México. Desde luego, no quiso nada semejante y dedicó su seminario para darnos a conocer uno de sus nuevos ensayos dedicado a Liszt y el mal gusto. Al principio, las ideas de Taruskin parecían lógicas y previsibles: habían sido los despliegues ostentosos de técnica los que, Liszt a la cabeza, se habían convertido en el rasgo distintivo de los intérpretes del siglo XIX. ¿Eran tales despliegues música o circo? De la necesidad de distinguir entre ambos surgió una crítica informada, seria, que pudiera ocuparse de los aspectos más importantes de la música, de su significado, de sus alcances estéticos, culturales; y no de los tristes u aparatosos devaneos de intérpretes o directores. Pero veinte cuartillas y dos horas después, su discurso nos había llevado al centro mismo del problema de la música clásica en nuestro tiempo: su elitismo y su percepción como un arte lejano y en decadencia.
Theodor Billroth, el mecenas y amigo de Brahms que deseaba escuchar a solas la Primer Sinfonía, corporeizaba el problema, es decir, la construcción artificial de la música clásica como un espacio de élite; una noción que había sido alentada mil veces (por Schöenberg, entre otros, nos recordó Taruskin, con su demoledora frase: “Si es arte, no es para todos, y si es para todos no es arte”). Pero Liszt, que había escrito las obras más avanzadas y sofisticadas lo mismo que
una Rapsodia Húngara II que hasta Bugs Bunny había tocado, “había creado, con su impulso generoso y expansivo para incluir a todos y a todo, muchos problemas para ese proyecto”. A Brendel, a Charles Rosen, la incorrección ―musical, política, nacionalista― de esa obra les causaba problemas. Si algo aprendimos aquella memorable sesión fue acerca del poder que nos otorga el pensamiento crítico acerca de la música y, en particular, a olfatear y desmoronar los discursos utópicos preconcebidos que a menudo son el verdadero obstáculo para darle a la música un espacio amplio y floreciente. “La musicología es uno de los agentes inventivos de la música”, afirmó en alguna página de Text & Act, otro de sus libros imperdibles. La tonalidad que tal frase sugiere es acaso la que hoy impera tras estas líneas donde la tristeza de su partida y la admiración por su trabajo se funden.
Si algo había que aprender de Taruskin era su infinita capacidad para construir, para inventar la música desde un discurso renovado. No importa si se trata de su visión sobre músicas recónditas ―como ocurre en el primer volumen de su Historia Oxford, dedicada a las músicas más antiguas― o sobre las más conocidas ―Liszt, Beethoven, Chaikovski― o si se trata de las páginas finales de su monumental opus donde habla ―¿quién lo diría?― de los
textos de Rosario Castellanos utilizados por John Adams para su oratorio El niño, estrenado el año 2000. Pero para hablar de esa obra, Taruskin no sólo se remonta a la conquista o a la matanza del 68, sino también al Londres de Handel, otra época donde lo sacro y musical resultaron en un repertorio comercialmente viable, como el de Adams, o como el de las pasiones de Gubaidulina o Rihm de las que también da cuenta al final de su texto. “Esa nueva espiritualidad ¿es meramente otra pantalla tras la cual el arte elevado se aboca a su tarea cotidiana de reforzar las divisiones sociales al crear ocasiones de élite?”, se pregunta sin ofrecer más respuesta que su conclusión: “el futuro es cosa de los adivinos. Nuestra historia termina, como debe hacerlo, en medio de las cosas”.
En efecto, la música está en medio de las cosas, de la historia, de la vida. Un musicólogo es el duende garcilorquiano que entra y sale de ella, nadando en sus aguas sonoras, ya hacia lo más hondo, ya hacia las gotas que salpican el aire. Taruskin fue un duende maestro de la musicología, un Puck de las pautas y sus arcanos, cuyas diatribas e ideas telúricas, a veces demoledoras, siempre desestabilizantes, echaremos en falta y habremos de añorar.
«Antonio Saborit ofreció un tour privado a Richard, un lunes, día en los que el museo suele estar cerrado al público general. Aquí, Toño discutía sobre una maravillosa estatua de Xochipilli, diosa de las flores, sentada en un pedestal que representa plantas alucinógenas. Este magistral artefacto cultural precolombino fue encontrado en el siglo XIX en Tlalmanalco, una región habitada por los Chalcas y que fue subyugada en 1465 por los Aztecas (después de más un siglo en guerra).»
Luisa Vilar
Gladys Zamora
No, yo no conocí a Richard Taruskin
No, yo no conocí a Richard Taruskin. Y, sin embargo, su muerte se ha sentido cercana; la noticia de su fallecimiento me ha tocado fibras sensibles. Quizá sea porque como musicóloga no hay manera de eludir su presencia, de no oír el eco de su pensamiento. Estoy segura de que no hay manera de transitar el camino musicológico (diverso, variopinto, ingente) sin pasar —cuando menos alguna, por seguro varias veces— por las huellas de erudición que dejó a su paso. Nadie puede, o quiere, evitar andar por el sendero musical y musicológico que Taruskin removió una y otra vez para obligarnos a repensar toda -¡toda!- la historia de la música occidental.
No, yo no conocí a Richard Taruskin. Si lo pienso un poco más, su ausencia me resulta cercana, además, por otras razones. Quizá en cierta medida —en una medida latente—, sí lo conocí. La idea de las escuelas musicales donde el maestro del maestro, del maestro… de tu maestro te convertía en alumno de, digamos, Stravinsky (por usar un nombre que puede ser cambiado por cualquiera pero que viene a cuento), sin duda ha caído en desuso o cuando menos ha perdido cierta simpatía. Sin embargo, no puedo evitar sentir que la proximidad con Taruskin se vuelve tangible a través de Luisa. En línea directa, estoy segura de que una parte del pensamiento de Taruskin, de su erudición, de su perspicacia, de sus ideas de amplio espectro se han quedado en ella: discípula, amiga, colega de Taruskin; mentora mía.
Es casi como un sueño —de fanática adolescente— que la presencia de Taruskin en mi ser musicológico se haga siempre un poco más tangible en las largas charlas —también en las breves— que Luisa ha compartido conmigo. Sirvan pues estas palabras como homenaje a un musicólogo cuya obra y trascendencia difícilmente podrán ponerse en palabras por los años siguientes y como un agradecimiento profundo a Luisa (única musicóloga que conozco que ha viajado de Schönberg a Gutiérrez de Padilla) quien generosamente ha tejido ese vínculo conmigo y me ha ensañado tanto de tantas cosas.
Luis Jaime Cortez
Taruskin: el hombre que sabía demasiado
Es natural que los lectores atesoren sus grandes momentos, tanto como sus grandes estaciones, esos meses que uno dedicó a Proust (¿quizás fueron años?) o a Tolstoi, o a Shakespeare, o a Dante. Momentos alargados que fueron dando sentido a nuestras vidas.
Richard Taruskin ocupa para mí un lugar distinguido en esa lista. Las cuatro mil doscientas páginas de su historia contienen más palabras que la Guerra y la paz y Crimen y castigo, sumándose. Una proeza de lectura, si lo lees, pero sobre todo un milagro de escritura.
Su historia de la música occidental da una imagen de concisión a monumentos que parecieron, en su momento, casi infinitos, como la célebre History of Western Music (1960) de Donal Jay Grout y Claude Palisca, o el más lejano, abracadábrico volumen titulado Music in Western Civilization (1941) de Paul Henry Lang.
La Oxford History of Western Music es un monumento del siglo xxi, aunque sus raíces se hundan en el crepúsculo del siglo anterior. Su extensión tiene densidad de oro puro. Parece un proyecto insuperable en sus dimensiones: ¿cómo es posible que una sola persona pueda saber tanto? Entre historiadores un proyecto equivalente sería casi un sinsentido.
Pero esas cuatro mil páginas valen no solo por su extensión, sino por la peculiar mezcla de enfoques, metodologías y disciplinas, tramadas en una configuración orgánica, plena de nuevas relaciones y enfoques. Lo mejor de Taruskin se encuentra en la multiplicidad hermenéutica de su escritura. Es historiador, pero es también filósofo, biógrafo, musicólogo y músico (que no siempre van las dos cosas juntas), capaz de analizar las partituras con herramientas específicas, sin olvidar los entornos sociales, ni los resortes económicos. Parece también un antropólogo agazapado. Y un semiólogo escondido. Reúne todas las perspectivas en un cubismo conceptual que renueva la visión de la música, y el modo en que escuchamos. Sus aportaciones a la musicología del intérprete han abierto caminos de profunda renovación conceptual, como si toda la historia tuviese que volver a contarse desde el punto de vista de este nuevo narrador omnisciente.
Su prosa es de escritor. Es un biógrafo de las partituras y un novelista de los sonidos. Un dramaturgo de emociones silenciosas de la escritura musical. Su prosa fluye con eficacia dramática, es exacta y lírica a la vez. Da a los especialistas materia de sustento y a los lectores hedónicos, hilos para divertirse.
Quienes escribimos desde cualquier disciplina, no somos sino contadores de historias, afirma.
Los grandes compositores cambian la historia de la música. Pero también, a su modo, lo hacen algunos musicólogos. La música es otra después de Taruskin. No podemos oír de la misma manera después de él. La música entera ha renacido, en una continuidad imposible, del siglo octavo a nuestros días. Ha escrito, según declara, una historia de la música escrita: ese es su universo, un universo en extinción, pues la música hoy tiende a volver a los territorios de la no escritura, explica.
Todos sus proyectos tienen dimensiones mahlerianas. Así su Stravinsky and the Traditions. Y tantos otros.
Sorprende que alguien capaz de escudriñar las escrituras del siglo octavo pueda hacer otro tanto con las experiencias gráficas del siglo xx.
Taruskin, el hombre que sabía demasiado, vivirá con nosotros aún muchos años a través de sus libros.