Frank Sinatra: El sonido de la elegancia absoluta

Quienes me conocen saben que Frank Sinatra es, sin lugar a dudas, uno de mis consentidos. Lo he dicho muchas veces al aire, en mis clases, en mis charlas… y lo sostengo con la misma emoción de aquel niño que descubrió su voz por primera vez. En casa, mi hermana y yo crecimos escuchándolo, gracias a mi papá —Don Pepe—, quien con su gusto impecable y su oído siempre atento nos enseñó a reconocer la elegancia en la música. No era algo cotidiano, pero cuando sonaba Sinatra, el ambiente cambiaba. Había una especie de pausa, de respiración colectiva: la voz de “Frankie Boy” llenaba el espacio como si el mundo se volviera más lento y perfecto por unos minutos.

Recuerdo perfectamente el impacto que tuvo New York, New York cuando apareció. Fue un fenómeno. En plena era de la música disco, con las pistas iluminadas y el baile en auge, aquella canción se abrió paso entre los sintetizadores y los bajos pulsantes, y logró algo insólito: que todos —absolutamente todos— quisieran bailarla. Sinatra seguía marcando el pulso del mundo, a su manera. Y ahí comprendí que la elegancia, cuando es auténtica, nunca pasa de moda.

Sin embargo, entre todos los discos, entre vinilos, CDs, reediciones y documentales que tengo en mi colección, hay uno que no cambiaría por nada del mundo: Sinatra at the Sands (1966). Ese álbum es una experiencia vital. Fue grabado en el legendario hotel Sands de Las Vegas, hoy desaparecido, en una de esas temporadas que agotaban localidades noche tras noche. Pero aquella vez no era cualquier temporada. Acompañaban a Sinatra la orquesta de Count Basie —una verdadera institución del jazz— y los arreglos estuvieron a cargo de un joven genio que ya comenzaba a cambiar la historia de la música: Quincy Jones. La combinación es, simplemente, celestial.

El disco es impecable. Suena a gloria. Quincy Jones dibuja arreglos con una precisión y una frescura que parecen escritos por la mano de Dios. Basie, con su piano sobrio, poderoso y elegante, sostiene todo con una autoridad casi divina. Y Sinatra… Sinatra está en el punto exacto entre la madurez interpretativa y la libertad escénica. Se permite bromear con el público, dialogar, improvisar, y luego, en un segundo, desplegar una intensidad que eriza la piel.

Pero lo que más me conmueve no es solo la música, sino la historia detrás de ella. Cuando Sinatra llegó con su equipo al hotel, le informaron que sus músicos —la orquesta de Count Basie— no podían hospedarse allí, que debían ir a un hotel fuera de la ciudad. Era la época de la segregación racial en Estados Unidos. Sinatra, al escucharlo, se enfureció. “Si ellos no se quedan en el mismo hotel que yo, entonces yo no canto”, dijo. Y con esa sola frase, con ese acto de dignidad, obligó a los gerentes a ceder. Todos se alojaron juntos. Sinatra no solo era la voz; era el carácter, el respeto, la decencia en un mundo que aún no terminaba de entender la igualdad.

Y quizá por eso Sinatra at the Sands es más que un disco. Es una declaración de principios. Una lección de arte, ética y humanidad. Entre todos los temas —todos magníficos— hay uno que siempre me estremece: Luck Be a Lady. Es el clímax, la apoteosis, el instante en que Sinatra se eleva por encima de la orquesta y flota. El arreglo de Quincy Jones es un festín, una arquitectura sonora perfecta. Escuchar a Count Basie al piano mientras la voz del “Gran Ojos Azules” se despliega con su fraseo inigualable es algo que no se olvida. Es poesía pura, energía, presencia. Cada compás respira vida.

Podría decir que este disco me acompaña como un amuleto. Que cada vez que lo escucho —de principio a fin— siento que el mundo aún tiene sentido, que la música puede seguir salvando pedacitos de alma. Sinatra at the Sands es un documento histórico, sí, pero también un recordatorio de lo que significa hacer arte con integridad. Es un deber humano, casi una obligación espiritual, escucharlo al menos una vez en la vida. Porque ahí, entre los metales de Basie, las armonías de Quincy y la voz inconfundible de Sinatra, está contenida una verdad simple y luminosa: que la elegancia, la emoción y la música bien hecha son eternas.

Y cada vez que suena Luck Be a Lady, el mundo vuelve a brillar.

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