Mario Lavista, Cuaderno de Música 1, Colegio Nacional, 2013
a Jorge Torres
La musique souvent me prend comme une mer…
Baudelaire
En el verano de 1903, Debussy le escribe a su amigo, el director de orquesta, André Messager:
“He comenzado a trabajar en tres bocetos sinfónicos intitulados: 1. Bello mar de las Islas Sanguinarias, 2. Juego de olas y 3. El viento hace danzar al mar. La obra se llama El mar… Usted bien sabe que yo estaba destinado a la hermosa carrera de marinero y que sólo los azares de la existencia me obligaron a ir por caminos diferentes. He conservado, sin embargo, una sincera pasión por Él.”
Habrían de pasar poco más de dos años para el estreno de la obra.
En esa época, Claude Debussy es aún el exitoso compositor de la ópera Pelléas y Mélisande -basada en la obra de teatro de Maeterlinck—, y se espera de él una música que continúe el lenguaje de Pelléas. Mas se sabe de su marcada animadversión a repetirse a sí mismo de obra a obra. “Si eso sucediera, decía, me dedicaría inmediatamente a cultivar piñas en mi cuarto”. Nunca lo tuvo que hacer: con la música de El mar, el compositor renovó su lenguaje musical una vez más y se alejó para siempre de la sombra de Mélisande.
Conocemos por la correspondencia con su editor Jacques Durand, las numerosas rectificaciones y no pocos cambios que sufrió la obra durante el proceso compositivo. Es así, que rehace completamente el final de Juego de olas, pues, según él, “la primera versión no se sostiene ni de pie ni de ninguna otra forma”; dedica los últimos meses de 1904 a perfeccionar la orquestación, la cual es “tumultuosa y variada como el… ¡mar! (con mis disculpas para éste último)”; el tercer movimiento se convierte en Diálogo del viento y del mar, el primero en Del alba al mediodía en el mar, título que haría decir a Erik Satie, con su habitual ironía, buen humor y mala leche, que a él le gustaba sobre todo lo que sucedía al cuarto para las once. Por fin, en la primavera de 1905, le escribe a Durand: “Puede usted estar tranquilo, querido amigo, he terminado El mar”. Debussy le envía el manuscrito y le pide que el grabado de Hokusai, La ola, sea la portada de la primera edición de la partitura. El estreno tiene lugar en París, el 15 de octubre de ese año, bajo la dirección de Camille Chevillard, en la temporada de los Conciertos Lamoureux.
EL MAR CUMPLE CIEN AÑOS
A primera vista, El mar no podría ser considerado como una obra revolucionaria, esto es, como una obra profundamente radical en sus fundamentos estructurales. Su lenguaje es, en más de un sentido, ajeno al radicalismo sintáctico y gramatical de una obra como las Cinco piezas para cuarteto de cuerdas, op. 5, de Anton Webern, o de las Seis piezas para orquesta, op. 16, de Arnold Schoenberg, ambas escritas, al igual que El mar, en la primera década del siglo pasado. Los títulos mismos de cada uno de sus movimientos evocan en el oyente un mundo, un discurso musical, susceptible de ser descrito, escuchado, en términos figurativos y realistas. No obstante, más allá de consideraciones descriptivas, por otra parte perfectamente válidas para poder tener una audición intensa y gozosa de la música, El mar, en su dilatada “geografía”, encierra un elemento único y esencial, propio de su naturaleza. Me refiero a la presencia de un diálogo, de un incesante ir y venir entre el presente y el pasado. [1]Ver: Simon Trezise, Debussy: La mer. Cambridge Music Handbooks, Cambridge University Press, 1994 La obra oscila constantemente entre el ayer y el hoy, dando lugar a una narrativa musical que tiene que ver más con el paso del tiempo que con asuntos meramente anecdóticos.
En efecto, en el personalísimo lenguaje de El mar, hay siempre fragmentos del pasado: cada elemento o “parámetro” musical cumple puntualmente con esta suerte de peregrinaje en el tiempo. Lo atestiguan ciertas técnicas o gestos tradicionales que trazan, junto con otros elementos innovadores, la singular geometría sonora de la pieza. Mencionemos las frecuentes repeticiones y recapitulaciones en un contexto donde la invención se renueva constantemente; los pasajes con una estructura rítmica regular al lado de sorprendentes y complejas texturas polimétricas; la presencia de temas, quiero decir, de contornos melódicos y rítmicos delineados a la perfección, que conviven con grupos o células de sonidos, verdaderos arabescos sonoros cuya fugaz aparición se asemeja a un reflejo de luz; sin olvidar el empleo constante de acordes por terceras que no es otra cosa que un tipo de estructura interválica que, como se sabe, define el marco teórico de buena parte de la música occidental, en particular aquella cuyo lenguaje conocemos con los nombres de modal y tonal. Pero en Debussy los acordes casi nunca se encadenan obedeciendo a la retórica tradicional, los suyos son acordes ingrávidos, acordes que, valga la expresión, “flotan sobre las aguas” sin que ninguna necesidad de causa y efecto los obligue a ir a un determinado lugar: son acordes que vagan con libertad.
En cuanto a los procedimientos tradicionales de orden temático y repetitivo, señalemos algunos pasajes: la majestuosa conclusión a la que llega la obra por medio de la reexposición del coral con el que termina el primer movimiento y de la repetición del llamado tema cíclico que recorre los tres movimientos —tema que escuchamos por primera vez, con un corno inglés y una trompeta, al inicio de la pieza—. Habría que mencionar, asimismo, el tema de los cornos en el primer movimiento, el cual se presenta tres veces, sin variación alguna y siempre en los cornos. La manera como Debussy maneja éste (y todos sus temas), lo acerca al modo de operar de Claude Monet cuando pinta, a través de varios cuadros, la cambiante luz que incide sobre una catedral a diferentes horas del día. En “Del alba al mediodía en el mar” los cornos enuncian el mismo tema, el mismo objeto sonoro, sin cambio alguno en su fisonomía. Lo que varía en cada una de sus apariciones es la orquestación, es decir, las sutiles gradaciones del color y de la luz que lo rodean e iluminan. En su invariabilidad y unicidad, el tema cantado por los cornos cambia de rostro gracias a las diferentes e inusuales combinaciones orquestales de luz y sombra que inciden sobre él: es el color el que modifica su apariencia.
El propio Debussy comparaba su trabajo con el de los pintores y, según algunos biógrafos, consideraba El mar como una obra que reflejaba y expresaba las teorías impresionistas de manera más completa que los pintores. “Esto puede ser posible, le escribe a su hijastro Raoul Bardac, gracias a la ventaja que tiene la música sobre la pintura, en el sentido en que puede mostrar a la vez todos los cambios de luz y color.” De ahí que la música del primer movimiento transite, a través de evanescencias y luminosidades, de una casi imperceptible bruma sonora al metálico estallido del sol, o que en Juego de olas escuchemos las más delicadas y exactas progresiones de color, brillos y reflejos, de una ola en movimiento. Debussy capta, por medio de finas e infalibles pinceladas, el chiaroscuro de este mar siempre cambiante. Juego de olas es una perpetua danza del color donde nada permanece inmóvil, la música transcurre en medio de tenues, y también violentas, coloraciones de las aguas. Aquí el sonido, diría Neruda: “no puede estarse quieto, / me llamo mar”.
De esta manera, la imaginación, la fantasía, la inspiración pues, de Debussy, aunada a un perfecto dominio del oficio, renuevan el arte de la orquestación, convirtiendo al grupo de instrumentos en un cuerpo de luz y sonido de una sorprendente ductilidad y maleabilidad, y con una asombrosa capacidad para producir atmósferas, texturas, sonoridades, matices, colores nunca antes escuchados. En una carta a su editor, le escribe: “El mar ha sido generoso conmigo, me ha mostrado todos sus ropajes”. Es así que la técnica contrapuntística —la simultaneidad de líneas melódicas— se transforma en manos de Debussy, en una certera polifonía de colores. Dejemos por un momento a la orquesta y pensemos en una pieza como Campanas a través de las hojas para piano. Hay aquí un entrecruzamiento de timbres diferentes en el que cada registro o región del instrumento genera su propia luz, su personal atmósfera. Lo que escuchamos no es únicamente la red de melodías superpuestas, sino más bien un hermoso tapiz entretejido por finas y seductoras combinaciones de color.
El mundo de brillos y reflejos, de brumas y sombras, que recorre a El mar, nos pide escuchar la música de manera diferente: nuestra atención debe concentrarse en el tejido polifónico de colores. Además, en el nuevo entramado musical, el timbre alcanza la misma jerarquía que los otros parámetros musicales —tales como el ritmo y la armonía—, actuando también como un elemento vital e imprescindible en la articulación de la forma. Más aún, el desplazamiento a diferentes velocidades de los efectos orquestales, y los incesantes e imprevisibles movimientos de luz y sombra, dan lugar, sobre todo en “Juego de olas”, a un discurso cuya forma misma parece ser engendrada a medida que transcurre la música.
Debussy concibe la forma musical, no ya como un arquetipo o modelo preexistente, sino como un constante devenir que se confunde con el proceso mismo de la composición. Esta innovadora concepción de orden formal será determinante en la definición de numerosas técnicas, escuelas y tendencias que darían a la música moderna del siglo XX su rostro múltiple y plural.
Para concluir, observemos, escuchemos, cómo las cambiantes y elusivas coloraciones de El mar inciden en el amplio abanico de técnicas y procedimientos tradicionales que hemos mencionado. La singularidad de su luz ilumina por igual los fragmentos del pasado y la invención del presente, creando un diálogo tenso, inteligente, entre el antes y el ahora, entre lo figurativo y lo no-figurativo. En este sentido, la obra es, en verdad, una fascinante narración del tiempo —de la que está ausente el hombre: en El mar no hay seres humanos—: anclada en el presente, vuelve la mirada, a veces furtivamente, al pasado. Pero en última instancia, quizá su grandeza y su profunda originalidad y belleza pertenecen a eso que llamamos, me parece que con acierto, el misterio del arte. Acaso, El mar encarna el anhelo de Debussy a representar, por medio de un arte hecho de sonidos y de tiempo, la inmóvil eternidad: “mar sonoro” (José Gorostiza) que nos envuelve con sus seductores y húmedos sonidos. Celebremos, pues, los primeros cien años de ese mar imaginado por Debussy.
Referencias
↑1 | Ver: Simon Trezise, Debussy: La mer. Cambridge Music Handbooks, Cambridge University Press, 1994 |
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