El 19 septiembre de 2009 [1]Texto publicado originalmente el 18 de junio de 2012 en el blog Observatorio Cultural Veracruz Salvador el Negro Ojeda afrontó a su manera el llamado telúrico de la ciudad donde nació el 27 de enero de 1931, y para celebrar entonces nada menos que siete décadas como cantante se presentó en el Multiforo Ollin Kan de Tlalpan con un programa que hacía eco de la música antillana y de la trova latinoamericana al que tituló valientemente como “Monólogo… Va mi resto”, citando la canción de Silvio Rodríguez y aludiendo a la que puede ser la frase postrera de los jugadores de naipes; como él lo señaló en una entrevista a Tania Molina de La Jornada en los días cercanos al recital:
Va mi resto es aventar todas las fichas, a ver si estoy blofeando… Al final del concierto, como vea la cara del público, sabré si habré ganado o no”.
Fruto de esa audición que congregó a multitud de personalidades y amantes de la música tradicional y popular de México es el disco del mismo título, en el que el cantor de 78 años a la sazón salía definitivamente airoso del lance: aquella tarde, acompañado por los músicos Rocío Gómez, César Machuca, Pepe de Santiago y Gonzalo Sánchez, puso de pie al auditorio en uno y muchos aplausos; en el disco, uno reconoce el corazón y el oficio de quien fuera poseedor de una voz inconfundible, de una vitalidad que el escenario simplemente potenciaba, de un oído sensible, puesto siempre al servicio de la armonía y el canto de voces e instrumentos.
Monólogo
La voz del Negro Ojeda conmovía y conmueve por su timbre dulce, que hace pensar en el viento manso de una tarde feliz, y que sin embargo posee la contenida tempestad del zapateado y el azote tenaz de la jarana:
Mocambo, Yanga y Mandinga
me hablan con el tambor.
Así dicen los versos de David Haro que él interpretó tan a su manera. El aliento sonoro del Negro rezuma vida y pasión, con él aprendimos a escuchar zambas y boleros, sones montunos, canciones rancheras y de trovadores contemporáneos, sones jarochos… Poesía y tonadas que al materializarse en su voz hacían pensar a quien lo escuchaba que cantar era lo más natural del mundo, como pueden serlo el oleaje del mar, el vuelo de un pájaro, la sonrisa de un niño.
Y como cantar parecía muy fácil cuando el Negro lo hacía, y porque él siempre entendió la música como una irrenunciable forma de realizarse prodigando el don y el gusto a los demás, fue maestro de muchos músicos y cantantes a lo largo de algo así como medio siglo: ponderaba, ante todo, que la música fuera para quien la hiciera una necesidad vital y no tanto una obligación. En la conversación que sostuve con él en septiembre de 2009, me decía:
no, nunca quise dedicarme a cantar; en mi juventud usaba la música para divertirme y, ¡bueno!, la necesitaba para vivir conmigo mismo y soportarme yo solito, porque tenía sembrada la cosa. La música me llamaba la atención demasiado. Entonces, siempre andaba yo buscando hacer música, con gente que estaba más o menos como yo”.
Así, fundó a principios de los años sesenta su hoy mítico café Chez Negro, un espacio abierto a la música tradicional ―la rumba, el son jarocho, la canción y el folclor latinoamericanos― desde donde se fue delineando el gusto particular de un público de universitarios, profesionistas y amas de casa clasemedieros y urbanos ―muchos, como el propio Negro, de ascendencia provinciana―, quienes ciertamente con un ánimo de resistencia cultural y con muchas ganas de cantar en su propia lengua retomaban los movimientos folcloristas que en Sudamérica y en Europa iban cobrando una gran importancia.
En el Chez Negro confluyeron músicos como el desaparecido René Villanueva, Pepe Ávila, Rubén Ortiz y Gerardo Tamez, quienes con el impulso de gente como Jas Reuter y Jorge Saldaña fundaron, bajo la dirección del Negro Ojeda, el grupo Los Folkloristas, que reunía y reúne hasta nuestros días gente que, como él, “sabía hacer música sin ser músicos, nada más lo hacíamos por diversión”, algo que el Negro buscó siempre a lo largo de su vida, como lo recordó en la conversación que sostuvo con Jesús Alejo Santiago para Radio Educación:
lo que me interesaba era tocar, cobrara o no cobrara yo, por eso prefería tocar con gentes amateur, para que no anduvieran poniéndose moños de que ‘vamos a tocar sólo cuando nos paguen’; no, no, no, había que estar tocando todo el tiempo, y acá y acullá, y si no había dónde tocar, inventábamos a ver dónde”.
Hoy, luego de su partida, al escuchar su voz en discos, uno se pregunta adónde se ha marchado aquel hálito vibrante. Es un lugar común decir que ha quedado en el recuerdo, y que vive en cada uno de los que lo escuchamos y lo escucharemos; no cabe duda que hay mucho de verdad al pensar que vive en los corazones de quienes la estimamos entrañable. Antonio García de León ha dicho al respecto:
te hemos puesto cerca de nosotros para que nos impregnes de futuro. Te vamos a embarcar, te vamos a largar a sotavento. Te pondremos en un barco de papel que desde el río de las mariposas te lleve hasta el mar, hasta el azul brillante del mar matutino. Te seguiremos por las dunas del Conejo y Chocotán hasta que te disperses en el mar profundo y desde allí veremos cómo te totalizas en el horizonte de las aguas y los rayos soberanos, mientras miles de aires, sones y tonadas retornen a tierra fertilizados por tu larga travesía”.
Antonio García de León
Pienso además que aquella voz sigue vibrando, como vibra y late el eco de un fandango vital cuando uno ha decidido irse a dormir y los jaraneos, los cantos, el punteo del requinto y los taconeos siguen escuchándose en los oídos y siguen inundando todo el ser, como el licor que ha dejado en la boca un gusto que no sólo se resiste a desaparecer, sino que va acusando nuevos toques no percibidos en el paladeo ni en el trago. Como nuevas melodías que se van revelando en ese regusto del íntimo fandango de la duermevela, así la voz del Negro nos sigue cantando y vive porque alguna vez la escuchamos y aquí sigue y seguirá, para decirnos las cosas como nadie lo hizo.
Él mismo descubrió y fue víctima desde niño del hechizo del fandango y se apropió de su palpitación para toda la vida: a los cinco o seis años, llegó a Tlacotalpan, donde conoció el ambiente del son jarocho tradicional: “me gustó tanto que en cuanto llegaba a Tlacotalpan me metía yo al fandango y de ahí no salía”.
En aquella ciudad aprendió a zapatear, en los fandangos que se hacían afuera de la cantina de Caballo Viejo, donde “ponían un entarimado ahí enfrente; el fandango era por nada, simplemente por el gusto de estar oyendo trova y bailar, bailar; eso sí, el caso es que siempre estaba atascado, jueves y domingos estaba atascado”.
En aquellos bailes populares, el Negro fue conociendo el pulso de aquella música “de versos refocilantes”, como dijera su gran amigo, el arquitecto Humberto Aguirre Tinoco, con quien planearía en Tlacotalpan, ya por el año de 1978, la organización de un Concurso de Música jarocha durante las fiestas de la Virgen de la Candelaria, patrona de aquel pueblo singular donde el Negro, como Agustín Lara y como todo el que lo visita siente que nació con la luna de plata, trovador de veras; dejar aquel lugar es sentir la honda nostalgia de irse lejos de Veracruz.
De raíz jarocha, el Negro tuvo la doble fortuna de ser un tlacotalpeño nacido en la ciudad de México, pues rindió culto y sin duda ha dado fama a sus dos tierras: en la capital del país fundó el Chez Negro, dirigió distintas agrupaciones y formó a cantidad de cantores y músicos. Un buen día, cumpliendo el sueño del Músico-Poeta, volvió hasta aquellas playas lejanas, hasta el llano sotaventino para fundar el Encuentro de Jaraneros de Tlacotalpan, para promover su difusión por Radio Educación, y para formar parte de la vida de aquella fiesta como un músico destacado, ciertamente, que sabía departir con viejos y jóvenes para hacer sonar su jarana y su voz en la patria sonora que fuera para él el son jarocho; decía:
me gusta mucho El toro sacamandú, porque tiene una fuerza, un ímpetu cabrón; me gusta El cascabel, me gusta El pájaro cu, El pájaro carpintero me encanta…, y muchos más”.
Y al escuchar el canto del Negro resuenan los contratiempos, las síncopas, lo atravesado de aquellos sones que tanto le gustaban y cuyas coplas cantaba con picardía; recordaba de los fandangos de su infancia y juventud que “ya cuando se metía alguien con calidad, que llamaba la atención de toda la gente, pues obviamente tú parabas la oreja también, para oír, cuando se formaba, por ejemplo un duelo de versadas. Empezaba a versar uno y empezaba a picar al adversario. Entonces era cuando se ponía más sabroso el fandango. Entonces la gente tenía que estar al pendiente de lo que oía. Había gente muy callada ahí porque había que guardar silencio para oír las ocurrencias de los que están improvisando y que muchas veces no improvisaban: hay gentes que saben tanto verso que lo hacen pasar por improvisación, pero también la gente se da cuenta de eso y entonces los desenmascara: Oye, cabrón, este verso es sabido… Ya después, ya no se oían ese tipo de duelos”.
De aquellas coplas escuchadas en fandangos y controversias, decía: “muchas me las aprendí, pues yo nunca fui improvisador, yo era repetidor, recopilador de versadas, y recopilé muchas versadas, y así como he aprendiendo unas se me iban olvidando otras”.
Entre las que grabó, recuerdo aquella de “El buscapiés” en que se reconoce el carácter de jarocho desenfado que el Negro forjó en su propia imagen:
Soy el peje tiburón
que vivo en la mar salada,
el que me quiera pescar
ha de poner de carnada
una pierna de mujer,
que si no, no agarra nada.
Versos como estos los cantaba nada menos que el Negro, pues, como él mismo se lo confesó a Jesús Alejo:
“Bueno, el Negro Ojeda es un desmadre, es un desparpajado, un cuate que no le teme a nada, que se sube al escenario y se muestra y se encuera, como es; pero el otro personaje, que es el creador del Negro Ojeda, se llama Salvador Ojeda, es tímido, es vulnerable, es terriblemente… ¿qué dijéramos?, muy sentimental también”.
Y aquel hombre tímido se imponía a fuerza de amor por su oficio y sentía la necesidad profunda de volver al escenario, que era a un tiempo su enemigo íntimo y su medio natural, así como un bálsamo, un remanso en la vida, según se lo refiriera a Tania Molina en la entrevista citada.
Haciendo lo que siempre le gustó de corazón, cantar, el Negro fue un amante profundo de la música, como pocos los ha habido en México
cuando amas a la música, amas a la música más que a las mujeres, más que a todo”.
Se lo confesó a Jesús Alejo; tuvo la generosidad de hacernos cómplices de su largo idilio, sin esperar por ello reconocimiento ni fortunas, y con esa honda verdad que llevaba dentro y que regalaba con su voz, nos dio y nos dará momentos gratos al escucharlo. En cada frase, en cada inflexión sutil de su timbre, renace la maravilla de sus vivencias tlacotalpeñas de la infancia, el embrujo que retoñaría luego en escenarios por muchos lugares del mundo, donde el Negro recuperó su íntimo decir y enfrentó con aparente desenfado y con profundo compromiso el reto de presentarse en público, para vivir y hacernos vivir, para amar y hacernos amar, para sufrir y gozar con él, en fin. Personalmente, le agradezco por ese fandango que floreció de su voz y que sigue resonando.
La llorona
Referencias
↑1 | Texto publicado originalmente el 18 de junio de 2012 en el blog Observatorio Cultural Veracruz |
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