¿Cómo te quedó el ojo?
En efecto, “si José Agustín recibiera las regalías de todos los libros que leímos gracias a él, estaría nadando en la alberca de Elvis Presley” (Villoro 2017, 16). Sus novelas, cuentos, crónicas, ensayos, guiones y obras de teatro, construidos a partir de tramas urbanas plagadas de un lenguaje explosivo y experimental basado en idiolectos juveniles y un tono lúdico y paródico, nos constituyeron en sujetos literarios. El contacto con su obra propició que, para muchos de nosotros, la literatura dejara de ser un territorio ajeno; un disciplinante instrumento civilizador para convertirse en una cámara de eco de nuestras más apremiantes preocupaciones vitales: ahora habla de y para nosotros. Irremediablemente poblamos ese nuevo predio y lo reclamamos como propio.
Más aun, si los mundos literarios se pueden amueblar con las historias de la gente común y su materia prima puede ser el lenguaje coloquial, entonces cualquiera tiene el derecho a ejercitar la escritura. Ya sea que nos dediquemos a la literatura de altos vuelos o a las miserias del artículo académico, para muchos de nosotros la literatura adictiva de Agustín fue el comienzo de una irrevocable vocación escritural. Sus libros y peroratas nos pusieron una estrellita en la frente con la leyenda “con derecho a ingresar en la república de las letras… o a alguno de sus infinitos arrabales”. En un país donde la cultura se usa como arma para la distinción social y la marginación clasista, este aporte es simplemente in-con-men-su-ra-ble. ¿Cómo te quedó el ojo?
Asuntos de lenguaje, asuntos de clase
Desde su irrupción a principio de la década de 1960 la literatura de Agustín llamó la atención por introducir el procaz lenguaje juvenil urbano de los años sesenta, pletórico de altisonancias y afrentas al diccionario de la RAE. Ahora bien, su generación no fue la primera en incorporar el habla popular en la literatura. Cohortes anteriores como las de Mariano Azuela o Juan Rulfo inocularon en la novela mexicana las floridas expresiones de la gente de campo. Enrique Serna observa que Rulfo sublima el habla campesina de Jalisco tratándola como poesía castellana del Siglo de Oro. En sus obras no se limita a imitarla sino que la quintaesencializa (portentoso palabro) (Serna 2021).
Por su parte, Agustín tampoco se limita a reproducir jergas barriales. Como hicieron Bartok o Ginastera con el folclore musical rumano, húngaro o argentino, el escritor creó expresiones originales a partir de los principios generadores del habla callejera. El resultado es una sarta de neologismos y expresiones inusitadas que incluyen la fusión de varios idiomas, la sustantivación de adjetivos, metaalbures e hipergroserías. Como los compositores aludidos, Agustín emplea los principios de una tradición cultural para producir creaciones renovadoras sumamente experimentales. Por ello, Rubén Pelayo observa que al trasladar a formato escrito la jerga callejera de naturaleza oral, Agustín transforma el idiolecto juvenil en un lenguaje «ideográfico» literario: «to beer or not to beer». No se trata de la imitación de expresiones de uso común, sino de derivaciones literarias, de “creatividad lúdico-lingüística del autor” (Pelayo 2004).
Ahora bien, si Rulfo eleva el lenguaje campesino al Olimpo de la literatura, Agustín arrastra a esta última por el inmundo asfalto cotidiano. Al menos eso pensaron críticos y académicos que lo quemaron vivo por su atrevimiento. Es inevitable comparar esta dualidad en la valoración del habla popular en la literatura mexicana con dos figuras también representativas de la cultura masiva: Cantinflas y Tin Tan. Creo que fue Roger Bartra (1987) quien señaló que la incapacidad de articular un pensamiento lineal y completo de Cantinflas lo convirtió en estereotipo inofensivo, manipulable y por lo tanto adorable para la cultura hegemónica. Sin embargo, el pachuco encarnado por Tin Tan con su atuendo estrambótico (incluida la plumita en el sombrero), su lenguaje en espanglish y sus gustos norteamericanizantes, resultó en extremo amenazante: introdujo ruido y desestabilización. A nivel social, al margen de sus valoraciones estéticas, la operación de Rulfo se parece más al primero y la de Agustín al segundo.
Carlos Monsiváis, si bien en un principio celebró la desacralización literaria de Agustín y su generación, poco después terminó por descalificarlos con aquello de que toda esa pléyade, adoradora del rock y sin interés en la militancia política habitual, constituía la “primera generación de gringos nacidos en México”. Sin embargo, esa oleada no fue sino la continuación de lo que otros agentes culturales habían iniciado varios años antes: volvamos al pachuco de Tin Tán, por ejemplo, quien nos introdujo en el swing y el scat. Del mismo modo que la generación del Boom olfateó la modernidad a través del Nouveau roman francés o en las deslumbrantes creaciones de William Faulkner, esta camada lo hizo a través del rock. El problema es que su excursión más allá de la cortina del nopal no la realizaron husmeando en la consagrada alta cultura occidental, sino en la contracultura del rock, la liberación sexual, la experimentación con drogas recreativas o el pacifismo hippie que estallaron en la década de los sesenta.
¡Qué mala Onda!
En aquellos años Margo Glantz participó en la confección de un par de antologías de literatura joven en México (Glantz y del Campo 1969; Glantz 1971). En éstas y en algún artículo posterior (Glantz 1976) clasificó de manera apresurada y sumamente descuidada aquella literatura que se ocupaba de temáticas juveniles y/o usaba su lenguaje coloquial como “Literatura de la Onda” y la distinguió de la gran literatura, “artística, universal e intemporal”. Con sus “personajes juveniles, sexo, drogas y rocanrol”, esa onda no pasaba de ser un “fenómeno intrascendente, superficial y transitorio”. A partir de entonces la categoría «Literatura de la Onda» se convirtió en “una etiqueta fácil para enmarcar un fenómeno mucho más complejo”. A nivel académico “no motivó más que confusiones” que impidieron comprender en sus propios términos propuestas muy disímiles. Sirvió como «marco teórico» para “simplificar, estereotipar y satanizar” un corpus literario que debía ser estudiado, analizado y comprendido con mayor profundidad y seriedad (Agustín 2004, 12-14).
Elena Poniatowska señaló la debilidad de esa etiqueta perezosa: es como si “las mujeres que escribimos nos llamaran ‘la literatura de la falda, o de la blusa, o de la bolsa de mano’, como si nuestras preocupaciones de amor, maternales o culinarias nos incorporaran automáticamente a una secta» (Poniatowska 1987, 197). En efecto, no existe una literatura de la Onda porque la juventud como tema literario, el uso del lenguaje popular urbano, “lo inventivo del idioma, la actitud irreverente, el trizamiento de los géneros, el humor, la ironía, la parodia, entre otras características atribuidas a la Onda, arbitrariamente, son puntos comunes en la literatura mexicana de un gran número de escritores que no tienen nada que ver con la Onda” (Pelayo 2004). Años más tarde la propia Glantz reconoció en un coloquio que su precipitada etiqueta había sido un error (Agustín 2004, 16). ¡Qué mala Onda!, ¿no?
La escritura de Agustín transita por procesos creativos similares a los de Rayuela (1963) de Julio Cortázar o los Tres tristes tigres (1964) de Guillermo Cabrera Infante. Se puede emparentar también con algunas obras de la generación beat estadounidense como On the road (1957) de Jack Kerouac y A Coney Island of the Mind (1958) de Lawrence Ferlinghetti (véase Pelayo 2004). En el fondo se trata de aquello que Carlos Fuentes llamó «novela del lenguaje»: una característica de la nueva novelística latinoamericana que para el escritor comienza en México con Al filo del agua (1947) de Agustín Yánez (Fuentes 2011). Del mismo modo que el cine de Woody Allen aglutinó el jazz y la comedia americana con la profundidad narrativa de un Chéjov; Manuel Puig la experimentación narrativa, la militancia LGTBI y el cine de Hollywood o Cabrera Infante el cine, el bolero y las músicas clásicas y afrocubanas; José Agustín contribuyó a difuminar las fronteras que separan la alta cultura de la cultura popular de masas. Un gesto muy característico de la segunda mitad del siglo XX.
La música en/de José Agustín
El rock fue uno de los motores, inspiraciones y puntos de partida de la escritura de Agustín. Hemos de reconocer que la primera generación de rockeros mexicanos ya sea por coerciones sociopolíticas y empresariales o bien por convicciones morales personales no iban más allá del “óyeme preciosa hazme caso que soy yo quien te llama”. Domesticaban la furia sensual de las canciones estadounidenses originales haciendo covers con letras más aptas para la idiosincrasia local. Si a ello le sumamos el pánico de las autoridades por las aglomeraciones juveniles entorno a conciertos masivos, el resultado fue una cultura roquera local enmudecida o sumamente reducida a contenidos complacientes y asimilables a los estándares morales patrios (por lo menos eso era a lo que tenia acceso la mayoría de la gente). Por ello, “en México los escritores habían tratado de sustituir a los rocanroleros”. En efecto, en las líneas de autores como José Agustín se podía vivir el éxtasis de algunas canciones de los Rolling Stones, Eric Clapton o Procol Harum: “trescientas páginas de irreverencia equivalían a un concierto en un estadio” (Villoro 1993, 88).
De hecho, Julián Herbert (2021) realiza un interesante ejercicio de categorización personal de la obra literaria de José Agustín insertándola en las poéticas de diferentes movimientos del rock. Según esta discoteca literaria, las juveniles novelas La tumba (1964) (escrita a sus 18 años) o esa bomba de relojería contada en primera persona que es De perfil (1966) representarían la etapa rockabilly del autor. Se caracterizan por un sonido crudo y primigenio dentro del cual destaca el pulso “clic, clic, clic” del líquido del cerebro del protagonista de la primera. A este le sigue un período de complejo rock progresivo integrado por la colección de cuentos –cuasi-una-novela Inventando que sueño (1968) y las novelas Abolición de la propiedad (1969) y la ácida Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973). Aquí despliega una vorágine de ingeniosas técnicas de escritura experimentales que se yuxtaponen, superponen, complementan e interrumpen unas a otras de manera incesante. Destacan los súbitos cambios de narrador que introducen constantemente perspectivas, focalizaciones, lenguajes y estilos completamente diferentes.
A continuación viene una etapa punk enrarecida por un aroma de decepción anticlimática, el mal viaje y una mala onda en extremo densa. Se aprecia en El rey se acerca a su templo (1978) y “Transportarán un Cadáver por Express”, el primer cuento de la colección No hay censura (1988) y que en palabras de Herbert se trata de un caso de literatura lumpen poco frecuentado en México. La novela Ciudades desiertas (1982) le recuerda a las canciones de The Smiths y Roxy Music: en la superficie parecen baladas intrascendentes pero en el fondo hay algo desangrante y hasta depresivo. De David Bowie Agustín toma su camaleónica capacidad de transformarse así mismo una y otra vez. Para muestra está sin lugar a dudas Cerca del fuego (1986) otro giro de tuerca en sus devaneos experimentales.
En algunas de sus desenfadadas Tragicomedia mexicana, crónicas de la vida en México de 1940 a 1994 en tres tomos (1990- 1998) acusa cierta afinidad con el rock mexicano de la Maldita Vecindad o Café Tacuba. Del mundo del Dj y el remix Agustín retoma la modularidad y refuncionalización: algunos de los capítulos de sus novelas han cobrado vida propia y ahora circulan solitos por el mundo como cuentos independientes (véase el cuento “La reina de metro” originalmente un capítulo de la novela Cerca del fuego (1986) o El rey se acerca a su templo (1978) ahora distribuida como dos relatos independientes). Por otro lado, relatos y retazos sueltos se pueden reunir para formar novelas o -cuasi-novelas con una personalidad global propia.
La presencia de la música en general y el rock en particular en la obra de José Agustín cobra diferentes formas. La visitaremos brevemente organizándola en tres apartados: la crítica y ensayos sobre música; el tratamiento musical del lenguaje y la música como agente narrativo.
Crítica y ensayos sobre música
José Agustín fue uno de los primeros críticos del rock en México (¿o fué el primero?). Sus consideraciones sobre ésta y otras músicas se encuentran en libros como La nueva música clásica (1969); La contracultura en México (1996); El hotel de los corazones solitarios (1999); La ventana indiscreta: rock, cine y literatura (2004) y La casa del sol naciente (de rock y otras rolas) (2006). Su prosa ensayística no aspira a grandes construcciones teóricas ni interpretaciones deslumbrantes. Del mismo modo que David Gilmour no necesita tener el virtuosismo ni la imaginación desbordante de Jimi Hendrix para ser uno de los guitarristas más importantes de la historia del rock; el autosuficiente torrente narrativo de Agustín no requiere de gran ingeniería del pensamiento para aportar al conocimiento sobre esas músicas. Por esto mismo, en mi opinión, su crítica musical funciona mejor cuando relata con maestría festivales o conciertos que cuando incursiona en la síntesis de discos o de la obra de bandas emblemáticas.
Por ello, es necesario tener en cuenta que, como sugiere Pacho Paredes (2021), sus ensayos sobre aspectos sociales y contraculturales deben asumirse como crónicas relatadas en primera persona. Son un testimonio privilegiado. Se trata de fuentes primarias. No son reflexiones intelectuales de naturaleza académica (¡ojo, estudiantes cuando lo mencionen en trabajos y tesis!). Esto no quiere decir que carezcan de poder epistémico. Simplemente se trata de un conocimiento de naturaleza distinta donde pueden convivir pacíficamente tanto datos no contrastados, erratas múltiples u opiniones no formalizadas como epifanías deslumbrantes.
Debo confesar que esta parte de su producción literaria me ha resultado siempre menos atractiva que su ficción. Ahora bien, no se deben pasar por alto perlas como las siguientes extraídas de los diferentes ensayos que forman El hotel de los corazones solitarios (Agustín 2018):
Elvis Presley se “sacudía intensamente con espasmos cortos y rápidos” de tal suerte que “no se sabía si se estaba viniendo o si traía un pedo atravesado”.
Esa manera insólita de cantar de Bob Dylan que “manifestaba una ‘estética de la antiestética’ al combinar una voz deliberadamente erizada, ‘como borrego con gripe’, con la denuncia política y social”.
O la letanía de diosas en su “Rock y rucas”: “…las Shirelas y las Toys les dices ahi-les-voys, y a Joan Báez ahi-te-váez; con Tina Turner, ¡cuidado!… Angélica María, dulce compañía… Janis Joplin, ruega por nosotros… Yoko Ono, tú aúllale, no hay pedo….; Dolly Parton, ah chispiajos aquí espantan… Annie Lennox, máx o menox… Lita Ford, qué pavor… Suzanne Vega, se mueve pero no llega… Toussaint, enviuda por nosotros; Nina Galindo, échale por nosotros; Rita Guerrero, fluye por nosotros; Julieta Venegas, venéganos tu reino…. Bjórk, peludos senderos que se bifurcan… Love, ni hablar, mujer, trais puñal; Babes in Toy Babes in Toyland, más vale pájaro en mano que vas y chingas a tu madre; Cheryl Crow, nunca más; Alanis Morrissette, ora por dónde; Selena, ya salió la luna llena”.
El tratamiento musical del lenguaje
Mucho más fascinante para este redactor es su exploración sonora y gráfica de la musicalidad propia del lenguaje oral callejero. Entre los muchos recursos que saltan una y otra vez en sus páginas podemos contar los siguientes: introducción de cambios y variantes tipográficas para resaltar la enunciación fonética de los personajes:
“gro
se
ro
te”.
También adapta la ortografía estándar a una representación más cercana a la producción fonética de las palabras y expresiones: “recogió el látigo y me empezó a madrear durízzimo”. Transforma adjetivos en nombres propios: “el señor Obesodioso”; y viceversa: “Olivérica mirada” y combina diferentes idiomas en una frase o aun en una misma palabra: “su badness esta niña”. Inventa palabras por medio de la asimilación: “el profedistoria”; y la elisión: “voz semirritada”. Usa la hipercorrección de manera irónica: “qué barbaridat”; y crea frases por medio del aglutinamiento: “arcaica película de Galán-apuesto-traje-pipa-gabardina”. Usa barras oblicuas (/) para interrumpir el discurso de un personaje y prefiere escribir lo que un interlocutor cree que escuchó y no lo que el hablante realmente le dijo (véase Pelayo 2004).
También están los nombres propios que describen algún atributo del personaje: “Jefe Mangotas”. Exabruptos metadiscursivos en los que atribuye la autoría de algún elemento de la edición a algún personaje: “Digo que no es de aquí, fue expedida en Jalapa, Veracruz, hace un año…. Las cursivas fueron del viejo”; “Llegaron al registro civil cuando apenas lo abrían y tuvieron que esperar al juez durante media hora (Échese ojo esta vez al inteligente empleo de: durante; nota del linotipista)”. Combinación de descripciones explícitas con eufemismos implícitos: “las patadas en la panza y en culo sea la parte”. Asimilación de frases enteras a nombres propios: “Lucio Paraservirle Asusórdenes”. Uso ingenioso de los sustantivos deverbales: “una fotografía, tamaño postal, cuyo color derrapado denunciaba la polaroidización del momento”.
De naturaleza musical es también la variación continua de nombres y palabras. La protagonista del cuento “Cuál es la onda” de Inventando que sueño (1968) (si no lo conoces, ¡léelo ya!) se llama Requelle. Esto le permite sembrar una infinidad de ecos explícitos e implícitos que aluden a la canción “Michelle” (1965) de The Beatles. Su joven acompañante se llama Oliveira lo cual constituye un explícito homenaje intertextual a Rayuela (1963) de Julio Cortázar cuyo personaje principal se llama igual. A lo largo del relato va variando su nombre en función de la situación y sus diferentes interacciones con Requelle. Entre la infinidad de variantes se encuentran: Oliveira; Olito; Oli; Olivista; Oliverista; Oliveira Limpio; Olidictador (¡a sus órdenes!); Oliconoli (¡olé!); Oliclaus (¡Jo jo jo!); Olivista (¡que me apunten en la lista!); Oliqué (¿qué, qué, qué?); Oliveira Lépero (groserote); Olilúbrico (barbitúrico); Olejo (¿Qué me ves pend…?); Olichondo (ta cachondo); Oliveto (de planfleto); Oliveiras (como queiras); Olivón (tienes razón); Olifiero (por favor, no te pelees); Olivinho (cuidadinho); Olivérica mirada de exasperación; Oliveira Cauto; Oliveira Serio y Adulto; Oliveira Obediente; Oliveira-sólo-un-baterista; Oliveira Todavía Salazar Cócker, etc.
Algunas de estas estrategias fueron exploradas por la poesía fonética de las vanguardias de principio de siglo XX y desarrolladas por diferentes movimientos artísticos a partir de los años sesenta como la poesía visual, la poesía sonora, la polipoesía, etc.
A nivel formal emplea figuras retóricas como la epizeuxis o la repetición inmediata de una expresión: “hasta volverlos casi insensibles, hasta volverlos casi insensibles, hasta volverlos casi insensibles, hasta volverlos casi insensibles, hasta volverlos casi insensibles…”. También usa la anadiplosis que es la repetición de la palabra o frase final de la unidad anterior en el principio de la siguiente: “Acomodaba mi colchón en cualquier esquina y me ponía a platicar. Uy, las caseras nos aborrecían de todo corazón./ Las caseras nos aborrecían de todo corazón. Seguramente imaginaban peores infamias”. Realiza anáforas, epístrofes y genera unidades de repetición intacta o con variantes que aparecen una y otra vez en sus relatos ya sean a manera de versos extraídos de alguna canción o de tics maniacos de algún personaje.
Por último, hay que mencionar sus remisiones intertextuales con las cuales alude a elementos de la cultura popular o literaria: “… por menos que eso me los puse a todos contra la pared el día de San Valentín allá en Chicago, I-lli-nois”. Esta frase es una enunciación recurrente del personaje principal de la película El Rey del Barrio (1950) (Tin Tan again). “Lucio, cómo te pones a tomar fotos ahorita!, ¿no ves que está sonando el teléfono? ¿No oyes ladrar los canes? ¡Mi amor, diles que no me capen!”. Aquí alude a los relatos “¿No oyes ladrar los perros?” y “Diles que no me maten” de Juan Rulfo. También está la mención a personas especificas ya sea para ajustar cuentas o hacer alguna broma: “Tequila Ruco Rulfo de Jalisco”; “Puedo estudiar corte y confección por correspondencia en las Academias Avilés Fábila” o “Conmigo se le pararía hasta a Gerardo de la Torre”.
La música como agente narrativo
La escritura de José Agustín posee un ritmo electrizante que varía según las necesidades expresivas de cada momento. Por otro lado, en sus escritos cita, menciona y alude constantemente a canciones y temas específicos no sólo del rock, sino también del bolero, rancheras o la música clásica. Les asigna funciones narrativas que gestiona con estrategias similares a las que emplea el audiovisual con la música preexistente: las usa diegéticamente cuando forman parte del mundo de ficción relatado; intradiegéticamente cuando emanan de las acciones, pensamientos o emociones de algún personaje y como estrategia narrativa cuando colaboran a dar estructura y ritmo a la narración. En efecto, con ellas crea tiempo y espacio narrativo, construye atmósferas, potencia el flujo interior del relato o lanza remisiones intertextuales fuera de él. Canciones y temas surgen en sus páginas para instituir marcos de interpretación de pasajes enteros; para completar información o modular el nivel de tensión o el pathos de una escena. Complementan situaciones y colaboran a construir la subjetividad de los personajes al tiempo que construyen una posición de sujeto especial para cada persona lectora en relación a los hechos relatados (López-Cano 2024).
Por ejemplo, el mencionado “Cuál es la onda” comienza con dos epígrafes. El primero es un párrafo de Tres tristes tigres (1964) de Guillermo Cabrera Infante. El segundo es un fragmento de la letra de “Alabama Song (Whisky Bar)”, una canción original de la ópera Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny (1930) de Bertolt Brecht y Kurt Weill en la versión transformada en The Doors (1967). Ambos paratextos construyen un marco de interpretación para el relato. Detonan un horizonte de expectativas bien perfilado sobre el cual fluye la historia. De algún modo adelanta, por un lado, el juego de variaciones musicales sobre el lenguaje característico de Cabrera Infante y que Agustín reconduce a su propio estilo. Por otro lado, inserta a través de la voz de Jim Morrison el argumento de una búsqueda de algo que nunca llega: los protagonistas pasan la noche entera saltando de un hotel de paso a otro buscando no se sabe exactamente qué. Además, si se recuerda la canción de The Doors que roza lo grotesco, introduce la perspectiva humorística que destila todo el relato.
Del mismo libro es el cuento “Amor del Bueno” que narra la accidentada boda de una joven pareja que irremediablemente y por varias ocasiones termina en la mítica Octava delegación de policía de la colonia Narvarte (un saludo a mi capitán Gutiérrez, ahí donde quiera que se encuentre). Dos bandas musicales que amenizan la fiesta tensan el espacio dramático: la primera es una orquesta versátil cuyo repertorio incluye músicas tropicales bailables y otros éxitos. La otra es un grupo de rock «para darle gusto a los chavos». Pero el agente musical más destacado es un trío de boleros que a manera de coro de tragedia griega comenta diferentes situaciones de la historia contada fuera del mundo de ficción narrado (extradiegéticamente). Sus espectaculares apariciones siguen rigurosos protocolos cinematográficos perfectamente especificados a manera de guión técnico que se incluye en el relato: “rampa sube, dolly in de la cámara 1, luz cenital”, etc. Todo ello enmarca sus aleccionadoras moralejas: “Quién puede culpar a alguien de embriagarse y de buscar pleito cuando ese estado de adormecimiento, esas costumbres y esa agresividad canalizada en pleitos mezquinos hacen que la patria progrese y perdure el sistema” (Agustín 2012a, 161).
Uno de los usos más impresionantes de las alusiones musicales lo encontramos en el momento cúspide de Se está haciendo tarde (final en laguna) (Agustín 2012b): ese monumento a la psicodelia y el viaje alucinante. Es una especie de Revolver o “Lucy in the Sky With Diamonds” de la literatura mexicana pero en clave de oscura pesadilla. Es un descenso al infierno dantesco de la mano de Virgilio (aquí un narcomenudista acapulqueño) y Caronte (un lanchero viejo y flaco).
Cinco personas se encuentran circunstancialmente en Acapulco. Llevan bebiendo alcohol y fumando marihuana toda la mañana. A primera hora de la tarde aun cuentan con bastantes reservas de hierba y algunas cápsulas de silocibina: la sustancia activa de los hongos alucinógenos. Suben a un poderoso auto charger que les han prestado. Tan pronto lo encienden suena en el auto estéreo “Hot Summer Day” (1969) de la banda de San Francisco It’s a Beautiful Day. El solo de violín final resulta demasiado estridente para uno de los pasajeros que parece que ha fumado demasiado.
Después de abastecerse de más alcohol, un par de policías de tránsito a bordo de un humilde volkswagen escarabajo les hacen la indicación de detenerse. Sin embargo, irrespetuosos de la ley, deciden fugarse. En plena persecución por el centro y la Costera de Acapulco alguien pone el casete Open Road (1970) de Donovan. La música empalagosa del escocés resulta extraordinariamente anempática con esta situación. Sin embargo, esta selección tiene sus razones. En primer lugar el modesto vochito de los polis parece que no tiene nada que hacer frente al poderoso charger en el que viajan los herbonautas. Todo indica que la persecución se resolverá en un par de minutos. Por otro lado, la literatura gestiona el tiempo narrativo con formas caprichosas. Durante la trepidante persecución seremos testigos también de reflexiones, ensimismamientos, pensamientos y divagaciones de los protagonistas, así como de la reproducción ad nauseam de sus tóxicas interacciones. Por ello, la voz de Donovan inaugura un espacio narrativo singular, nada realista, que combina la estridente persecución con el aletargamiento y rugosidad del tiempo estirado por los psicotrópicos.
Pues resulta que no: el modesto auto de los agentes del orden resultó digno rival del charger y no se los pueden sacudir con la facilidad esperada. Salen del centro de la ciudad y la persecución se traslada al rumbo de la calle Ejido. Ahora suena dentro del auto On Tour with Eric Clapton (1970) de Delaney & Bonnie Bramlett. Canciones como “Things get better” de mucho mayor densidad rockera parecen más aptas para la vertiginosa situación: imprimen energía y tensión al bólido que, temerario, esquiva transeúntes (¡pinches locos!) y algunas obras publicas.
Los polis no se les despegan. Ahora bien, no por ello dejan de encender uno y otro cigarro de marihuana y de beber vodka. Ahora enfilan monte arriba a un barrio cuyas calles llenas de baches forman laberintos irresolubles. Desde sus alturas admiran intermitentemente las insuperables vistas de Pie de la Cuesta (que al contrario de lo que piensan algunos turistas no es un postre sino una playa) y la majestuosa laguna de Coyuca. Sin desearlo regresan una y otra vez al mismo cruce de caminos. Perdidos en el laberinto escuchan A Saucerful of Secrets (1968) de Pink Floyd. ¡Oh my Gosh! La batida está alcanzando alturas psicodélicas no aptas para todo mundo. Alguno protesta por la musica mientras otro se pierde en imágenes fugaces de grandes desiertos transitados por fieros guerreros egipcios.
Siguen extraviados en esas calles laberínticas con los policías pisándoles los talones cuando ahora ponen el casete Earth Opera (1968) de la banda homónima. Se trata de un rock progresivo mucho más ácido y con letras que cuentan historias locas a lo Frank Zappa y emplean técnicas vocales de la música de la india. Siguen bebiendo, fumando y molestándose mutuamente. A alguno lo domina el miedo y la angustia existencial. Otra es consumida por la rabia. Otros disfrutan del momento: experiencias emotivas diferentes como las canciones de ese disco. La posibilidad de ser alcanzados por la policía parece en ocasiones carecer de importancia.
Ahora descienden de la montaña y regresan a la carretera. Una bifurcación aparece como champiñón: se deciden por el camino de arena que va hacia La Barra y que bordea la hermosa laguna de Coyuca. Esta les obsequia con visiones paradisiacas de flamencos rosados, lirios, carrizales y manglares. En este momento cambian de música y ponen el denso Shine On Brightly (1968) de Procol Harum. Con ello, la atmósfera del auto se enrarece aun más. Además del humo de la mota y el vaho del vodka, domina un “piano y órgano complementándose perfecta, majestuosamente. Una guitarra sollozante se integraba con devoción al órgano, piano y voz casinegra” (Agustín 2012b, 204). Así es ese disco y así era la atmósfera dentro del auto. El ajetreo persecutorio no les impide la introspección y lanzar opiniones o reflexiones que nada tienen que ver con la peligrosa situación.
En medio de los densos acordes de Procol Harum deciden hacer los respectivos honores a las pastillas de silocibina. Después de ingerirlas tardarán mucho tiempo en hacer efecto y mucho más en desaparecer. No es casual que justo en ese momento propulsor ocurra una alusión extradiegética a la canción “Everybody’s got something to hide except me & my monkey” (1968) de The Beatles. El psicodélico tema ha estado presente en todo el relato sobre todo a través de la intermitente aparición de sus versos “The higher you fly/ The deeper you go” con diferentes tipografías. En efecto: queda inaugurado el champi-viaje y ahora sí nos enfilamos a un tour con un destino bastante incierto. A todo esto, ¿dónde quedaron los policías?
De pronto, en medio del camino de arena, el vochito de los polis parece detenerse. Algo les pasó. Estos descienden y siguen a pie. Los perseguidos se sienten a salvo y alguien sugiere sarcásticamente ir a auxiliarlos. Sin embargo, minutos más tarde le toca fallar a su poderoso charger. Se atasca en la arena y no puede seguir. Los policías se dan cuenta de la incidencia y comienzan a correr hacia ellos. A toda velocidad y con el humo de marihuana en la cabeza, algunos ponen cocos, troncos y ramas a las ruedas para desatascar el auto. Entre risas, angustia extrema y reflexiones filosóficas siguen fumando y bebiendo. No me pregunten cómo hacen todo eso al mismo tiempo: son cosas de la literatura. Los que permanecen abordo ponen ahora el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967) de The Beatles. Las voces de los protagonistas se mezclan con el ruido de las olas y la música del emblemático álbum: “It was 20 years ago today, Sgt. Pepper taught the band to play. They’ve been going in and out of style, But they’re guaranteed to raise a smile”.·
Después de que Ringo cantara “I get high with a little help from my friends” lograron salir del atasco y liberarse de los agentes del orden. Por fin están a salvo. El célebre álbum conceptual siguió su curso. Sin ser mencionadas en el relato escucharon la más que oportuna “Lucy in the Sky with Diamonds”; y, luego, las insulsas “Getting Better” y “Fixing a Hole”. No es de extrañar que después de estos aburridos y perfectamente olvidables temas el ánimo comenzara a decaer. Para cuando Paul McCartney gimoteó “She’s leaving home after living alone for so many years” (que sí se menciona explícitamente), alguien gruñó: quiten esa música de restaurant barato.
Decidieron sustituirla por Let It Bleed (1969) de los Rolling Stones que se inaugura con “una guitarra sinuosa, con un matiz de solemnidad” (Agustín 2012b, 217). Alguien en desacuerdo con esa selección sugirió a Montovani o Go Latin With Los Panchos. Otro más retorcido propuso Blows Against the Empire (1970) de Paul Kantner (¡qué nivel Maribel!), Sticky Fingers (1971) también de los Stones o el If I Could Only Remember my Name (1971) de David Crosby. Sin embargo, los Rolling siguieron con “Gimme Shelter”.
Dieron la vuelta a la cinta mientras La Barra seguía haciéndose esperar: tardaban mucho en llegar. Cada uno de los pasajeros se sumergía en sus introspecciones y recuerdos sin dejar de beber y fumar. Poco tiempo después sonaron “Monkey Man” y “You Can’t Always Get What You Want” (no mencionadas en la novela) con la cual termina el álbum. Durante un tiempo se quedaron en silencio (la vida puede ser muy aburrida sin unos polis pisándote los talones… y sin los Stones). Más adelante el auto también se detuvo. No pudo seguir por lo que continuaron a pie. La persecución había terminado pero no su viaje que se enfilaba a su infernal fase final (y sin música…. ¿por qué nunca sonó «Going Up the Country» de Canned Heat?): la silocibina comenzaba a hacer efecto.
Epílogo
Aficionado al tarot, la psicología de Jung, el I ching y el esoterismo, José Agustín hizo de inopinado oráculo de su propio destino. Lucio, el personaje principal de su Cerca del fuego (1986) ha perdido la memoria. Pero no toda: sólo la de los últimos seis años. Para recuperar su vida tiene que emprender un viaje contra el olvido. Sin saberlo, el escritor trazó en este relato un sendero que él mismo transitará más tarde. Durante una firma de libros en el Teatro de la Ciudad de Puebla en 2009 una marabunta de fans lo rodeó. Sin darse cuenta, perdió el suelo y cayó al foso de orquesta fracturándose el cráneo, las costillas y su vida creativa: perdió la memoria inmediata y ya no pudo seguir tecleando sus historias fabulosas. Aquí comenzó a apagarse el autor cuyo estilo logró crear un arma poderosísima: “una voz literaria capaz de atravesar la superficie aparentemente imperturbable de lo cotidiano y alcanzar ese chiclocentro oscuro, denso y repugnante, que todos ocultamos en nuestro interior” (Melchor 2023).
Mil gracias por todo maese.
Referencias
Agustín, José. 2004. «La onda que nunca existió». Revista de crítica literaria latinoamericana 30 (59): 9-17.
———. 2012a. Cuentos completos. México: Debolsillo.
———. 2012b. Se está haciendo tarde (final en laguna). México: Debolsillo.
———. 2018. El hotel de los corazones solitarios. México: Grijalbo.
Bartra, Roger. 1987. La jaula de la melancolía: identidad y metamorfosis del mexicano. México: Grijalbo.
Fuentes, Carlos. 2011. La gran novela latinoamericana. Kindle. Barcelona: Alfaguara.
Glantz, Margo. 1971. Onda y escritura en México: jóvenes de 20 a 33. México: Siglo XXI.
———. 1976. «La onda diez años después: ¿epitafio o revalorización?» Texto Crítico 5: 88-102.
Glantz, Margo, y Xorge del Campo. 1969. Narrativa joven de México. México: Siglo XXI.
Herbert, Julián. 2021. «Intervención en panel». En José Agustín hoy. Ciudad de México: UAM Cuajimalpa Oficial. https://www.youtube.com/watch?v=uVvZAS-Ek9A.
López-Cano, Rubén. 2024. De los videomemes a Tom & Jerry. La música cuenta en el audiovisual. Jaén: UJA.
Melchor, Fernanda. 2023. «Cuanto más alto vuelas, más profundo vas». Prólogo a Se está haciendo tarde (final en laguna) de José Agustín. Ciudad de México: Debolsillo.
Paredes, Pacho. 2021. «Intervención en panel». En José Agustín y la cultura popular. Ciudad de México: UAM Cuajimalpa Oficial. https://youtu.be/D4KzIpnu-bE?list=PLMbKYkVUcdwSzSlwPqD7C-EW2KJJfTYPC.
Pelayo, Rubén. 2004. «Los usos del lenguaje y los procedimientos estilístico-textuales en la novelística de José Agustín». Ciberletras: Revista de crítica literaria y de cultura, n.o 11: 1523-1720.
Poniatowska, Elena. 1987. ¡Ay vida, no me mereces! Carlos Fuentes, Rosario Castellanos, Juan Rulfo, la literatura de la onda. Joaquín Motriz.
Serna, Enrique. 2021. «Conferencia inaugural». En José Agustín. 50 años de De Perfil. Ciudad de México: UAM Cuajimalpa Oficial. https://www.youtube.com/watch?v=gyMqvJYyhz0.
Villoro, Juan. 1993. Tiempo transcurrido. Crónicas imaginarias. México: Fondo de Cultura Económica.
———. 2017. Los once de la tribu. Crónicas. México: Brigada Cultural.
Cómo citar este artículo:
Chicago:
López-Cano, Rubén. 2024. «El rey del rock: la música en/de José Agustín». Sonus Litterarum 8. https://sonuslitterarum.mx/el-rey-del-rock-la-musica-en-de-jose-agustin/.
APA:
López-Cano, R. (2024). El rey del rock: La música en/de José Agustín. Sonus Litterarum, 8. https://sonuslitterarum.mx/el-rey-del-rock-la-musica-en-de-jose-agustin/