Las proporciones del drama son cósmicas. Sergio Vela opta por disolver el espacio y desencajar el tiempo. A los personajes de Parsifal, la última ópera que Wagner escribió, los despoja de cualquier posible artificio. Deben enfrentarse a sus destinos de cara al vacío. Es un acto de teatro elegante, aunque también siniestro: parece haberlos dejado desprotegidos.
Es una impresión inexacta. La poética escénica llena sus vidas de significado. De hecho, les otorga todo lo que necesitan para alcanzar su redención. Pero se trata de un mecanismo estético al servicio de la suavidad: un vestido sutilmente asimétrico o una modesta silla inclinada que después aparece con las patas hacia arriba.
Aquí todos los significados son evocados a partir de la mística potencia de lo sencillo, donde a veces no hay objetos, sólo policromía (con marcada preferencia hacia el espectro de los azules) o mera gestualidad. Esta puesta en escena de Sergio Vela (quien también diseñó escenografía e iluminación) resulta extraordinaria por dos motivos.
- Significó el estreno en México de Parsifal (18 de abril de 2024 en el Teatro Bicentenario de León).
- El rigor conceptual y artístico con el que se interpretó la ópera (con Guido María Guida como director concertador y un elenco protagonizado por Martin Illiev, Fiona Craig, Hernán Iturralde y Jorge Lagunes), la convierten en un acontecimiento musical trascendente que haríamos mal en olvidar.
Conversé con Sergio Vela para indagar en torno a su desproporcionada y conmovedora aventura alrededor de Wagner, donde revela aspectos sorprendentes tanto de la naturaleza de la partitura (entre la interpretación más ágil y más lenta hay ¡más de una hora de diferencia!) como de los detalles en su creación dramática: “a lo largo de toda mi puesta en escena, jamás dejo que personaje u objeto alguno se halle al centro, sino hasta el final, cuya imagen es, precisamente, serena, luminosa y centrada. Me parece que Parsifal, entre otras cosas, es la búsqueda del centro y la recuperación del equilibrio primordial”.
Escenificar a partir del espacio vacío
Hugo Roca Joglar: Su estética escénica, particularmente la wagneriana, se ha caracterizado por ciertas pautas comunes. Pienso, por ejemplo, en la utilización de pocos elementos visuales que adquieren gran contundencia; la construcción de espacios poco definidos o muy poco literales; las transformaciones del entorno por medio de la iluminación; el empleo de construcciones fuertemente simbólicas (pienso en las figuras geométricas que diseñó para reflejar desde la escena el trágico destino que termina por abatir a Tristán), y la sutileza de la gestualidad para reflejar en los cuerpos de los protagonistas los motivos recurrentes que la partitura asocia con sus destinos, lo cual indica con claridad que sabe leer partituras y que se sumerge en las profundidades simbólicas del arte wagneriano desde el único camino posible: a través del entendimiento de los procedimientos de su música. Todas estas características apuntan hacia búsquedas unitarias: disolver el espacio y el tiempo, y reducir el drama (específicamente un drama de proporciones cósmicas) a su mínima expresión: un puñado de personajes ante horas, horas y horas de música fantástica. Concretamente, en el caso de Parsifal, ¿cuál es la pregunta esencial de la que parte para desarrollar el conflicto teatral? ¿Y cómo resuelve sus constantes y complejos retos escénicos? En particular, ¿cómo aborda la existencia simultánea, a poca distancia, y sus simbolismos opuestos, de Monsalvat —los dominios del Grial— y el jardín mágico de Klingsor? ¿De qué manera alude o insinúa las condenas que cargan Kundry (su imposibilidad de llorar o de morir) y Parsifal (errar sin la aparente posibilidad de encontrar la comarca del Grial)?
Sergio Vela: Pienso que esas “pautas comunes” como características distintivas de mis preferencias estéticas no están vinculadas de manera particular con las obras de Wagner, sino que son rasgos estilísticos, en el mejor de los casos, que aparecen en todas mis puestas en escena, de una u otra manera. No hay mucha distancia en el modo en que he escenificado obras de otros autores, aunque reconozca de antemano las peculiaridades de cada título. En lo personal, supongo que mis trabajos en torno a Puccini (La fanciulla del West y Turandot), Verdi (Macbeth), Mozart (La clemenza di Tito, Idomeneo, Die Zauberflöte, Così fan tutte y Die Entführung aus dem Serail), Gluck (Orfeo ed Euridice), Strauss (Salome y Die Frau ohne Schatten), Chávez (The Visitors), Henze (El Cimarrón), Granados (María del Carmen), Bellini (La sonnambula), De Majo (Motezuma), Berlioz (Béatrice et Bénédict),Estrada (Murmullos del páramo), Montemezzi (L’amore dei tre re), Harwood (Collaboration), Müller (Medea), etcétera, no distan, en términos conceptuales, de mis aventuras alrededor de Wagner (Der fliegende Holländer, Tristan und Isolde, Der Ring des Nibelungen y Parsifal). No hago distinciones en mi forma de trabajo entre tales o cuales autores, ni tampoco las hago al tratarse de teatro u ópera, pues ésta es una forma particular de teatro. Siempre hago teatro, sea con música o sin ella; sin embargo, tanto mi formación musical como mi amor por el teatro lírico me condujeron, mayoritariamente, hacia la ópera, como una suerte de especialidad.
Antes de responder las preguntas específicas sobre Parsifal, considero conveniente hacer un descargo de responsabilidad (una suerte de disclaimer): conozco el corpus creativo de Wagner con profundidad y mi sensibilidad es muy cercana a las cumbres artísticas que alcanzó; sin embargo, desconfío de los wagnerianos y del fanatismo que suele caracterizarlos. A diferencia de esa fauna, que no reconoce el cúmulo de influencias que nutrió a Wagner, y que lo considera como un fenómeno aislado y definitivo, yo jamás renunciaría a los grandes compositores de los que Wagner se distanció ni a quienes se opusieron, a la postre, a su estética. Conviven en mí, con plena armonía, mi pasión por las óperas italianas y francesas, y tanto Offenbach como Stravinski —por mencionar a vuelapluma a dos autores en las antípodas de Wagner— están presentes en mis preferencias. Ni la música ni el teatro nacieron con Wagner, y tampoco murieron tras su legado, aunque cada uno de sus logros susciten en mí un azoro y un disfrute inconmensurables. Me gusta recordar la descripción que Debussy hacía de Wagner (a quien motejaba como “el viejo Klingsor”): “se trata de la más esplendorosa puesta de sol que ha sido considerada, erróneamente, como una aurora”.
Tras estas aclaraciones sobre mi cercanía crítica con Wagner, que no obsta para conservar intactas la admiración, la curiosidad, el espíritu lúdico y la mayor libertad creativa, diré cómo he procurado resolver la sustancia dramática y los desafíos de Parsifal, y debo comenzar, como aconsejaba Aristóteles, por el principio (dicamus incipientes primus a primis):
En 1978, mi regalo por mi decimocuarto cumpleaños fue una grabación completa de Parsifal, efectuada en vivo, en 1970 en Bayreuth, y elegida por mí. Me parece significativo que se trate del registro de una de las ejecuciones tempranas de Pierre Boulez sobre la puesta en escena, ciertamente referencial, de Wieland Wagner, pues la aproximación de ambos intérpretes a cualesquiera obras, y a Parsifal en particular, es un reflejo de la iconoclasia que los caracterizaba y que me ha animado desde los albores de mis tareas artísticas.
Recuerdo haber leído con un interés mayúsculo las notas de Pierre Boulez sobre las peculiaridades de Parsifal y sobre su propia ejecución; asimismo, estudié desde entonces el esquema psicológico elaborado por Wieland Wagner (conocido como Parsifalkreuz), que me resultó tan revelador como estimulante desde entonces. En mi interpretación de Parsifal, ese planteamiento conceptual de Wieland Wagner ha sido de capital importancia; luego, a lo largo de los años me hice de una importante bibliografía sobre Parsifal, que contribuyó a mi entendimiento de esta obra singular, y entre los títulos más frecuentemente consultados por mí están Vom Ring zum Gral, de Friedrich Oberkogler; Parsifal, Opéra initiatique, de Jacques Chailley; Il Parsifal di Wagner, de Giangiorgio Satragni; Ambivalenz und Erlösung, de Wolfgang Seelig; The Redeemer Reborn, de Paul Schofield; Die dramaturgische Kontruktion des Parsifal, de Heiko Jacobs; For Freedom Destined, de Franz E. Winkler, y Parsifal e Venezia, de Giuseppe Sinopoli.
Paulatinamente, pude advertir un rasgo distintivo de Parsifal, referido a la flexibilidad de la partitura, y que es uno de mis puntos de partida para la interpretación de la obra: al comparar la dirección de Pierre Boulez o la de Clemens Krauss con las de Giuseppe Sinopoli, Herbert von Karajan, Hans Knappertsbusch o Sir Reginald Goodall —por mencionar los registros que prefiero—, uno queda estupefacto ante el hecho de que, entre la más ágil y la más lenta, hay una diferencia de poco más de una hora, sin menoscabo alguno de la coherencia interna de la interpretación. La ductilidad de los tempi es consustancial a Parsifal. Desde el compás inicial del Preludio al Acto I, Wagner desconcierta al auditor: la primera nota comienza en el segundo tiempo del primer compás, y al tratarse de un pulso débil, la música emerge sin énfasis alguno en la pulsación, como hubiera comenzado desde antes de que pudiera ser percibida. Una y otra vez, Parsifal parece estar fuera del tiempo regular, y conviene que la puesta en escena permita al espectador llegar a un estado semihipnótico, a una suerte de trance; así pues, mi escenificación, lejos de oponerse a la lentitud y a la dilatación del tiempo, reconoce ab initium esta característica esencial de la partitura, y no en balde dice Gurnemanz, al comienzo del primer interludio (Verwandlungsmusik) zum Raum wird hier die Zeit (“aquí, el tiempo deviene en espacio”).
No me interesa, bajo ninguna circunstancia, alterar la naturaleza intemporal de la partitura, y jamás optaré por colmar la escena, a contracorriente del discurso dramático y musical, con acciones superfluas. Siempre comienzo a pensar en una escenificación a partir del espacio vacío, y añado a éste tan sólo lo que me resulta esencial para desplegar el drama de manera nítida y elocuente. En consecuencia, he concebido el ámbito de Monsalvat como un simple claro en un bosque, con un sendero que conduce del templo al lago, y viceversa; asimismo, hay otro sendero, rectilíneo y frontal, que tiene una función dramática distinta: por ahí entra la misteriosa Kundry; ahí comienza el camino iniciático de Parsifal conducido por Gurnemanz; es también el ámbito de los rituales de purificación, unción y bautismo del Acto III, junto con un espejo de agua colocado en proscenio.
La distinción temporal de la comarca de Monsalvat está confiada a la iluminación, que en el Acto III es más fría que la del Acto I, hasta llegar al Encantamiento del Viernes Santo (Karfreitagszauber), y empleo una hojarasca otoñal en el piso, en el Acto I. Para aludir al transcurso del tiempo de la acción, que debe entenderse como dilatado, basta la imagen del cisne flechado, que permanece suspendido en escena hasta el primer interludio que nos conduce hacia el templo del Grial, y el cisne está presente también, ya como mero esqueleto flechado, en el primer cuadro del Acto III. Un poco más adelante me referiré a mi tratamiento del templo del Grial, pues la complejidad del concepto requiere cierto detenimiento.
El contraste entre Monsalvat y el jardín de Klingsor es una cuestión cromática: en el Acto II prevalecen la iluminación cálida sobre una paleta rojiza, magenta y lila, con unas cuantas referencias a los tonos azules del Acto I, que reaparecerán en el Acto III. El tapete escenográfico está salpicado de pétalos, y aunque en ningún momento retiro la pasarela frontal, tampoco la utilizo en la acción de ese acto (es más: ni siquiera es visible, pues no la ilumino). Por otra parte, el sendero de los actos exteriores aparece con otra configuración en el acto central: se trata de un camino que indefectiblemente conduce a la consciencia (tema capital), cuyo punto de inflexión, como bien lo vio Wieland Wagner, es el beso de Kundry. Así pues, cuando Parsifal, tras rechazar a las Doncellas flores que se lo disputan entre sí, escucha por primera vez el nombre que le dio su madre en sueños, comienza un proceso de introspección que equiparo, mutatis mutandis, a una suerte de terapia psicoanalítica. Estoy convencido de la importancia de ciertas escenas dramáticas de Wagner como precursoras de Freud, y quizá la más evidente de todas es la escena central del Acto II, entre Parsifal y Kundry, a quienes coloco en un gabinete de psicoanálisis que no es sino una reinterpretación visual del gabinete del propio Freud. Incluso me he permitido un par de guiños: las gafas à la Freud, un pañuelo blanco que fue uno de los últimos regalos que recibí de mi abuela materna, y hasta un puro encendido. En casi todas mis escenificaciones hay algún detalle de sutil comicidad que no altera en forma alguna la solidez de la propuesta escénica ni interfiere en el desenvolvimiento de la acción, sino que funge como una referencia personal al espíritu de juego que siempre me anima: tengo para mí que no es cosa menor que el verbo latino ludere (cuyo sustantivo correspondiente es ludus) significa jugar, actuar y tocar un instrumento musical, y hallamos estas mismas acepciones en otras lenguas —to play, jouer y spielen, así como play, jeu y Spiel—,aunque en castellano, hélas, encontremos una mayor precisión semántica.
En cuanto a las Doncellas flores, que tienen una intensa carga sexual, he optado por presentar en escena a seis bailarinas con aparente desnudez, como símbolo de la feminidad y del reino vegetal, con líneas à la Klimt, pues Wagner influyó poderosamente sobre el Jugendstil (en lengua tudesca, el art-nouveau). La contraparte de esta sensualidad que podríamos llamar “natural” está en las seis solistas vocales, que figuran en lencería negra y roja, con ramilletes florales, para subrayar la índole cultural —no natural, pues— del eros.
Lo femenino versus lo masculino es un aspecto que me interesa mucho en este drama, aunque se trata de un binomio que no suele ser subrayado. A mi juicio, la simbología de las dos reliquias sagradas —un cáliz cruento y una lanza— tienen evidentes connotaciones sexuales, y la recuperación de la lanza implicará el resarcimiento del equilibrio. La gravedad del asunto es mayúscula, porque el ritual del Grial ha perdido su función bienhechora y renovadora al haber sido reducido a una mera fórmula cruenta y despiadada (formula, en latín, es diminutivo de forma). Ni Titurel ni la comunidad del Grial se compadece de Amfortas, cuyo sufrimiento es tanto físico como moral, y la exigencia de llevar a cabo el ritual eucarístico a toda costa es absolutamente cruel, y hasta crudelísimo (la raíz de “cruento”, “crueldad”, “crudeza”, etcétera, es cruor, -oris, que significa “sangre”). Habitualmente, la representación del templo del Grial no sólo es luminosa, sino simétrica y centrada; sin embargo, he preferido enfatizar el desquiciamiento de la comunidad del Grial, casi hematófaga, y he optado por colocar lateralmente la urna en un espacio indefinido y tétrico. A lo largo de toda mi puesta en escena, jamás dejo que personaje u objeto alguno se halle al centro, sino hasta el final, cuya imagen es, precisamente, serena, luminosa y centrada. Me parece que Parsifal, entre otras cosas, es la búsqueda del centro y la recuperación del equilibrio primordial.
Considero que la avasalladora fuerza de la música ritual del templo del Grial en el Acto I suscita con facilidad un deslumbramiento de tal magnitud, que resulta engañoso, y suele pasarse por alto que la comunidad del Grial adolece de compasión y, consecuentemente, ha extraviado el rumbo. Yo he preferido subrayar la disfuncionalidad en que se halla Monsalvat, e incluso la silla austera de Amfortas está inclinada hacia un lado. En las dos escenas del templo aludo sutilmente a la descripción, más bien naturalista, del propio Wagner, que ubica Monsalvat en una España gótica: al respecto, elegí una serie de imágenes pétreas, góticas y catedralicias, de muy diversa proveniencia, que llegan a sobreponerse entre sí y que, mediante disolvencias casi imperceptibles, aportan un referente de comunidad religiosa, indefinida, ancestral y ambigua, a los coros del templo.
Wagner experimentó en Parsifal una serie de peculiaridades acústicas vinculadas con las características del teatro de Bayreuth, y he mantenido un gran apego a las instrucciones de colocación de los grupos corales (los caballeros en un plano inferior, los jóvenes en un plano intermedio y los niños en un plano superior), ubicando al coro, invisible aunque presentísimo, a los lados del proscenio. Felizmente, el coro de soprani en el templo del Grial, que evoca voces infantiles (Knaben, dice la partitura), ha sido resuelto no sólo con voces adultas, sino también con voces blancas de niñas.El coro femenino del Acto II también será invisible, por cierto.
En cuanto a las maldiciones que pesan sobre Kundry y Parsifal, me basta con mostrar a ambos personajes, en determinados tránsitos significativos, caminando de espaldas, sin ver el camino por el que van. Al buen entendedor, pocas palabras (o pocas imágenes, en este caso). La maldición que Kundry espeta a Parsifal cerca del final del Acto II es atroz: antes del salvaje Irre!, Irre!, Kundry ha cerrado el paso a Parsifal, a fin de que no halle, por mucho que lo intente, la senda adecuada para volver a Monsalvat, en cumplimiento de su misión redentora. Así pues, Parsifal sale de escena con un lento paso, yendo hacia atrás, y así también habrá aparecido, con mayor desasosiego, Kundry en el Acto I.
Es cosa averiguada que, en su momento, uno de los retos escenográficos más audaces del teatro es la transformación del espacio, yendo del bosque al templo, durante los interludios de los Actos I y III. Sin duda, se trata de una escena cinematográfica avant la lettre. Sin embargo, en nuestro tiempo, me parece no sólo ocioso, sino hasta contraproducente, pretender mostrar una mutación naturalista del espacio, y he optado por hacer el cambio escenográfico a telón cerrado, pues estoy convencido de que lo mejor que puede uno hacer, no sólo en este caso, sino en otros similares, es que la música describa el tránsito espacial por sí misma, sin estímulo visual alguno. Sólo he dispuesto que, en el interludio del Acto I, Gurnemanz, seguido de Parsifal, cruce de lado a lado por la pasarela frontal, delante de un telón negro, y en el interludio del Acto III es Kundry quien efectúa el mismo recorrido, que evoca el camino final hacia el templo.
En la escena del templo del Acto III, el espacio cuadrangular de donde emergía el cubo de luz cruenta que simbolizaba el Grial fuera del centro tiene ahora una segunda función dramática: hay un túmulo que descenderá con los cuerpos exangües de Titurel y Kundry —ella llega hasta ahí para su descanso eterno—, y sobre los muertos desciende una lápida inscrita con un texto en latín, salpicado con citas en alemán del propio libreto, que no sólo es un epitafio detallado, sino que también tiene una índole conmemorativa del estreno en México de Parsifal.
Uno de los problemas de realización escénica es el momento en que la lanza, dirigida por Klingsor contra Parsifal, queda suspendida sobre éste. Mi solución, como tantas otras veces, es un recurso evidentemente teatral: con la rapidez del glissando ascendente del arpa, que describe el vuelo y la suspensión de la lanza, sube y desaparece la lanza retenida por Klingsor y, en otra vara, baja una lanza semejante (dramatúrgicamente es la misma), para quedar al alcance de Parsifal. Suelo preferir mostrar intencionalmente los recursos de una tramoya técnica y visualmente depurada.
Efectivamente, podría decirse que tiendo a reducir el drama a su mínima expresión, y espero lograrlo. Con todo, y aunque más adelante me refiera con detenimiento a mi equipo de trabajo, es menester decir que el resultado artístico busca ser una suma armoniosa de aportaciones creativas individuales, de tal suerte que la gestualidad, la coreografía, el maquillaje, el vestuario, etcétera, también corresponden con el concepto general, con el trazo escénico, con la escenografía y con la iluminación. Todo ello, a la par de contar con la integración de un buen reparto, con la solvencia de agrupaciones orquestales y corales adecuadas al reto artístico, y con la complicidad de un director musical (un concertador de veras), permite aspirar a lograr algo mucho mayor que la suma de sus partes.
El sendero conduce al diván
HRJ: Durante el segundo acto de Las valquirias, Wotan le expresa su amor a Brunilda, su hija más querida. Ella lo hace sentir rechazado y entonces el dios supremo se da cuenta de que también puede ser vulnerable. Sé que esta escena le parece representativa de la profundidad psicológica del teatro wagneriano:
¿En Parsifal existe un momento dramático que retrata tan profundamente la esencia del protagonista? ¿Cuál es y cómo lo resuelve escénicamente?
SV: Ciertamente, la segunda escena del Acto II de Die Walküre es relevantísima, y la considero como uno de los primeros ejemplos de la intuición de Wagner antes de que Freud postule el psicoanálisis. En esa escena, Wotan se dirige a Brünnhilde como una suerte de alter ego y, como bien sabemos, la serie de confidencias —y hasta confesiones— contenidas en el magnífico monólogo de Wotan despiertan la consciencia en Brünnhilde, junto con su autonomía. El drama, en ese momento, da un giro insospechado, y alcanza una profundidad sin precedentes. También la escena final de Siegfried preludia el psicoanálisis, a mi modo de ver. En el caso de Parsifal, me parece que el punto de inflexión del drama es el beso de Kundry a Parsifal, en el Acto II. Wieland Wagner tenía razón y, como dije antes, su Parsifalkreuz es un esquema psicológico integral, acertadísimo y estimulante. El intento de seducción de Kundry comienza con perfidia: ella evoca a la madre de Parsifal, azuza su sentimiento de culpa y se ofrece como medio de expiación. ¡Menudo comienzo de un psicoanálisis! Y luego resulta que Kundry queda arrobada por Parsifal, y ella da rienda suelta a la expresión de su propia culpa…
En mi puesta en escena, como lo mencioné antes, el sendero conduce indefectiblemente al diván. He ahí, al centro del Acto II, la escena capital de Parsifal en términos de penetración psicológica. Y, entre todos los antecedentes wagnerianos del psicoanálisis, quizá éste sea el más relevante de todos.
La conquista del centro
HRJ: Tristán, Sigfrido o Parsifal: los héroes wagnerianos tienen un componente ilusorio, necesario para restablecer el equilibrio cósmico. Sin embargo, a diferencia de Tristán o Sigfrido, que unifican sus destinos en la fatalidad, Parsifal triunfa. Parsifal, tras la destrucción del mundo que ocurre en la Tetralogía, permite un nuevo nacimiento. ¿De qué forma se refleja en su planteamiento escénico este componente esperanzador, que hasta cierto punto en el arte wagneriano resulta inédito?
SV: En primer término, toda la puesta en escena deviene en la conquista del centro. El largo camino iniciático, erizado de las mayores dificultades, conduce al equilibrio final. Y, al final de cuentas, el quid del asunto, a mi juicio, está en la última frase de Parsifal: Nicht soll der mehr verschloßen sein; / Enthüllet den Gral! – Öffnet den Schrein! El Grial nunca más habrá de estar bajo encierro; éste, a partir de ahora, permanecerá siempre abierto: tal es el sentido de la redención, y el efecto bienechor del Grial, prodigándose, es semejante al alba.
Despacito y con buena letra
HRJ: La esencia dramática de la ópera es para usted sagrada y su carrera como director de escena se ha mantenido asociada a sueños enfebrecidos: únicamente aborda proyectos que lo apasionan y en los que puede crear escénicamente desde su origen. Esta honestidad artística lo ha vuelto muy selectivo en su trabajo y también lo ha llevado naturalmente hacia Wagner. Además de los retos artísticos que en ocasiones rozan lo irresoluble, cualquier proyecto wagneriano implica mucho dinero. Usted ha logrado llevar a buen puerto ambos retos: conseguir los recursos para hacer óperas wagnerianas de alto nivel. Pocas personas de la cultura en México han logrado éxito en ambos rubros: la creación y la gestión cultural. A partir de esta idea, formulo dos preguntas: ¿le preocupa o en algún momento le ha preocupado que su carrera como director de escena adquiera un sesgo de cierta forma marginal o “de culto”? ¿Y cómo ha convencido a administradores de grandes presupuestos que vale la pena invertir en producir ópera de alto nivel artístico? ¿Cómo lograr que los administradores de grandes presupuestos crean en el arte?
SV: Ante todo, muchas gracias por la valoración favorable a mi trabajo y por la evidente compenetración en el mismo. Es verdad que sólo me ocupo de los proyectos escénicos y musicales que me apetecen, lo que implica mi plena y rigurosa entrega creativa a cada uno de ellos. No me imagino hacer las cosas de otra manera. En cuanto a los medios para llevar a cabo proyectos artísticos de gran aliento, pienso que ante todo debe haber claridad en la idea seminal; a continuación, debe precisarse el alcance de cada una de las piezas del rompecabezas —incluyendo las opciones de integración de posibles repartos— y los costos de cada una de esas piezas; en tercer término, es necesario hallar interlocutores que estén dispuestos a afrontar las dificultades inherentes al proyecto y las exigencias de toda índole implicadas en un trabajo hecho con el mayor rigor artístico. La obtención de los fondos necesarios para alcanzar la viabilidad del proyecto es la consecuencia de la unidad de propósito, de la capacidad de organización, y de la confianza que uno suscite en los demás. Para llevar a cabo un proyecto como Der Ring des Nibelungen en el Palacio de Bellas Artes, por ejemplo, era indispensable que el Instituto Nacional de Bellas Artes asumiera un compromiso a lo largo de varios años, de tal suerte que una organización de derecho privado, como el Festival del Centro Histórico, se comprometiera a procurar los fondos financieros adicionales a los que aportaría, dentro de parámetros absolutamente regulares, la institución pública. Invariablemente, evito la dilapidación caprichosa de recursos financieros, y busco que el resultado cueste menos de lo que valga. Todo ello significa tener la capacidad de concitar voluntades en aras de un mismo propósito. No es tarea menor lograr la conjunción de circunstancias y condiciones favorables: hay que trabajar esforzadamente, con tenacidad y, como enseñan los niños sabios de Die Zauberflöte, para lograr la bendición de una buena estrella, hay que proceder con constancia, paciencia y discreción (Sei standhaft, duldsam und verschwiegen, aconsejan ellos).
La buena fortuna puede presentarse de múltiples maneras; a veces lo hace de manera inopinada y sorprendente, y en otras ocasiones anuncia su aparición. Celebro, por supuesto, la posibilidad de contar, en Parsifal, con el valioso respaldo de la iniciativa privada —Arte & Cultura del Centro Ricardo B. Salinas Pliego, preponderantemente—, y agradezco de todo corazón la confianza con que me distingue el propio Ricardo Salinas. A lo largo de mi vida profesional, siempre he pensado que la corresponsabilidad entre el sector privado y las instituciones públicas permite emprender retos de gran envergadura; asimismo, la suma de esfuerzos con un propósito común permite la multiplicación de buenos frutos.
Mi actividad profesional se asienta sobre un trípode: por una parte está mi vida creativa, con especial énfasis en los proyectos escénicos; por otra, mi actividad académica y, en especial, la docente; por último, mi trabajo como promotor artístico. Por supuesto, hay puntos de contacto entre cada una de estas ramificaciones; sin embargo, la diversidad de mis actividades ha permitido que mi propia economía, preponderantemente, esté separada de mis proyectos escénicos; consecuentemente, he podido conservar la mayor autonomía creativa. Es más: me resulta un tanto extraño hablar de mi carrera, quizá porque no suelo pensar en ella como tal. No me interesa la fama ni busco ganar adeptos; en cambio, me gustaría poder ser, de una u otra manera, il miglior fabbro. A decir verdad, no conozco el alcance de ser un director “de culto”, pero la expresión no me suena mal en forma alguna. Y quizá sí haya una cierta marginalidad en mi trabajo, pero sólo como consecuencia de laborar a contracorriente, y no a propósito.
Por convicción moral, siempre he preferido la auctoritas a la potestas. Esta distinción, sobre la que podría discurrir con largueza, tiene la mayor relevancia en mi vida. Mi entusiasmo por la transmisión del conocimiento no mengua en el transcurso del tiempo, y cada puesta en escena es, para mí, una manera de enseñanza.
El rigor intelectual y profesional puede resultar incómodo, y ello explica que mis proyectos sean esporádicos. No es fácil que ocurra la conjunción de los astros, y mi última puesta en escena en Bellas Artes, La fanciulla del West, fue de hace siete años (hace cinco fue la reposición de la misma, con cambios que la depuraron). El Teatro del Bicentenario de León es un recinto que me permite tener un periodo de ensayos desahogado. Ahí hice, en 2014, un Orfeo ed Euridice, durante la gestión de Alonso Escalante; en 2019, ya con Jaime Ruiz Lobera —que comprende y respalda mi forma rigurosa de preparar y presentar cada título que llevo a escena— fue el turno de Die Entführung aus dem Serail, y ahora es el de Parsifal. En mis ensayos, con mucha frecuencia, decimos que hay que hacer las cosas “despacito y con buena letra”, y sabemos que el diablo está en los detalles.
Hace años, mi buen amigo Arturo Ripstein dijo, entre burlas y veras, que él dirige cine para vengarse de la realidad. Mutatis mutandis, yo diría algo similar: no pretendo reproducir a través del naturalismo cosa alguna, sino hacer algo nuevo —así contesto la realidad—, y como entiendo que un metteur en scène es el primer espectador, quizá podría decir que dirijo para mí, aunque lo hago en feliz compañía: cuento con un equipo de colaboradores regulares, integrado por Violeta Rojas, diseñadora de vestuario y attrezzo; Ruby Tagle, responsable de movimiento, gestualidad y coreografía; Iván Cervantes, my boy,autor del diseño escenotécnico; Juliana Vanscoit, productora ejecutiva; Ilka Monforte, maquillista; Ghiju Díaz de León, encargada de las proyecciones, y mi asistente, Paulina Franch que, por cuestiones familiares, no pudo estar con nosotros en Parsifal.
Este equipo de trabajo, autodenominado con sentido del humor De profundis desde nuestra Béatrice et Bénédict de hace una década, es una suerte de taller artesanal que cuenta con merecido prestigio. Me refiero a este grupo como una escuela secundaria Montessori (“de libre pastoreo”) que, al llegar el momento de la acción, funciona como una máquina de guerra con disciplina militar prusiana. Disfrutamos en conjunto cada viaje de aventuras, y nos esmeramos por igual en ofrecer los mejores resultados con nuestras respectivas destrezas (craftmanship es un buen término en inglés). En lo personal, suelo tener presente la frase que Brian Sweeney Fitzgerald —el incomparable Fitzcarraldo de Werner Herzog— espeta a los barones del caucho: “la realidad de su mundo no es sino una mala caricatura de lo que, por lo demás, se ve en las grandes representaciones de ópera” (die Wirklichkeit Ihrer Welt ist nur eine schlechte Karikatur von dem, was Sie sonst in großen Opernaufführungen sehen); asimismo, nunca olvido que cada logro es la máscara fúnebre de la creación (Das Schaffen ist die Totenmaske der Schöpfung): tal es la distancia que media entre la idea y el resultado. Ante la ocasión de volver a una puesta en escena de antaño —como sucedió con la reposición de La fanciulla del West en 2019—, la escenificación, siguiendo la naturaleza de un taller artesanal, es una obra en elaboración (work-in-progress), y así he tratado el caso de Parsifal, que presenté en el Festival Amazonas de Ópera, en el Teatro Amazonas de Manaos, en 2013, en el bicentenario natalicio de Wagner. A partir de las premisas de entonces, que conservo en la puesta en escena, he elaborado una versión que bien podríamos describir como “corregida y depurada”. Me parece que el resultado dará cuenta de este afán febril de perfeccionamiento.
Hay un término que me gusta mucho para referirme a mis preferencias estéticas en mis puestas en escena: understated. La sencillez sin pretensiones… Hace una década, cuando preparábamos Orfeo ed Euridice, compartí con mi equipo de colaboradores el famoso prefacio (o la dedicatoria) de Alceste de Gluck, y quedamos persuadidos de la pertinencia de ir, como Gluck y sus propios colaboradores, en pos de la “noble simplicidad”. Con mis niñas y my boy —los De profundis—, busco la bella y noble simplicidad.
El sueño de la razón produce monstruos
HRJ: En una entrevista publicada en 1996 en la revista Pro Ópera que le realizó Xavier A. Torresarpi, usted contaba que su pasión por la ópera surgió durante su infancia y que la desarrolló durante su adolescencia. A los 5 años presenció El trovador en Bellas Artes, y enseguida, sobre una cartulina con trazos cuidadosamente elaborados, escenificó pasajes de El trovador con las muñecas de su hermana, iluminando sus escenarios de juguete con linternas de mano; a los 6 comenzó a leer música y tocar el piano, y su padre le regaló un libro de Kurt Pahlen con sinopsis de óperas; a los 12 años le prometió a su familia que no volvería a pedir un regalo ese año si le compraban los 16 discos de acetato que contenían El anillo del nibelungo, y entre los 13 y los 16 años escuchó la producción operística completa de Wagner, integrada por 13 óperas. Tomando en cuenta estos datos biográficos y ante el hecho de que, a los 59 años, está a punto de estrenar Parsifal en México, me surge una pregunta un tanto obvia: ¿cómo ha mantenido su pasión infantil por la ópera tan fresca y espontánea? ¿De qué forma a través de su vida adulta, con todo su cúmulo de decepciones, presiones y dificultades, ha logrado mantener intacta su capacidad de asombro?
SV: Supongo que se trata de algo inevitable, dado que mi amor por el teatro lírico tiene casi mi edad, y mantengo la frescura de la curiosidad. Y supongo también que es un asunto de congruencia entre lo que se piensa, lo que se siente, lo que se dice y lo que se hace. Para mí, es importante ser cabal. Evito el ruido, el aturdimiento, la inmediatez y la frivolidad. Tengo presente, siguiendo a Goya, que “el sueño de la razón produce monstruos”.Mi elogio del espacio vacío, como punto de partida de cada puesta en escena, es igualmente una premisa en mi vida cotidiana: sin renunciar a mis excursiones de sibarita, procuro prescindir de todo lo que me resulta superfluo.
Mi vida ha estado colmada de bendiciones: el entorno familiar ha sido, desde mi infancia y hasta ahora, mi propia rosa de los vientos. Por herencia y educación, tengo cierta proclividad para ejercer la diplomacia; igualmente, el pensamiento jurídico es parte esencial de lo que me configura. Sin embargo, la parte medular de mi vida es doméstica, y prefiero retirarme para contemplar el jardín de mi señora. Desde ahí, replegado, hago mi propio elogio de la transmisión del conocimiento. En resumidas cuentas: la vida misma, con sus venturas y desventuras, ha nutrido sin cesar mi capacidad de asombro. Un artista, como enseñaba mi viejo amigo Ernesto de la Peña, añade cosas al mundo. Y esas cosas son buenas, diría yo. Hay una máxima de Heráclito que cuento entre las más significativas para mí: “el sol es nuevo cada día” (o hélios néos ef’emérei).
Uno elige a sus propios ancestros
HRJ: ¿Qué puede y qué no puede hacer un director de escena? La respuesta es muy distinta dependiendo del momento histórico en el que se realiza. Usted creció bajo el influjo de una generación de artistas que le regresaron a la ópera su esencia dramática y, por lo tanto, le dieron al director de escena un papel protagónico. Su labor siempre ha sido la de sustraer la sustancia dramática de una ópera, que se desprende de parámetros fijos —texto y partitura—, para darle una nueva vida que, en ocasiones, desde una mirada conservadora, han sido polémicas (pienso, por ejemplo, cuando decidió que esa fantasmal voz a capella que se mofa de Isolda encarnara en Melot, el amigo traidor de Tristán).Actualmente, ¿qué momento histórico vive la ópera? En 2024, ¿qué puede y qué no puede hacer un director de escena?Y si tuviera que describirle a una persona adolescente mexicana esta nueva vida que usted le está dando a Parsifal en 2024, ¿qué le diría?
SV: En la creatividad artística, uno elige a sus propios ancestros. En mi caso, debo mucho a las enseñanzas, preponderantemente teóricas, de Adolphe Appia y Edward Gordon Craig, así como a la praxis de Wieland Wagner, Peter Brook, Peter Hall y Robert Wilson. Juan Ibáñez, amigo sin par, fue quien me afianzó en este oficio, que había despertado como una vocación bien definida gracias a la puesta en escena de Robert Sturúa de Richard III, de Shakespeare, que vi tres veces seguidas a mis diecisiete años. Unos años después, inmerso en mis estudios musicales, vi Bröderna Mozart,la deliciosa película de Suzanne Osten, y al salir del cine, lejos de casa, vislumbré ya mi porvenir como autor de escenificaciones de teatro lírico.
La decisión de asignar a Melot el papel del joven marinero en Tristan und Isolde la mantendría hoy, veintiocho años después. El personaje traidor alcanza mayor hondura si ha acompañado a Tristan en el viaje de Irlanda a Cornualles. Tristan mismo se refiere a los celos de Melot, deslumbrado por la mirada de Isolde, así que nada obsta para que el joven marinero burlón sea el mismo Melot. No creo que deba limitarse a priori lo que un director pueda o no pueda hacer, pues la libertad es una premisa para la creatividad. Sin embargo, recuerdo que Eduardo Mata me dijo que lo que importa, al fin y al cabo, es el resultado, y yo me ciño libremente a mis principios, sin pretender que los demás los asuman como propios. La portada de la sede de la Secesión vienesa recibe al visitante bajo una máxima de Ludwig Hevesi, que reconozco como señera: Der Zeit ihre Kunst, der Kunst ihre Freiheit (“a cada tiempo su arte, y a cada arte su libertad”).
¡Hay tanto más que podría decirse sobre Parsifal! El camino iniciático de Parsifal es ejemplar, y Goethe bien decía que el hombre que se vence a sí mismo queda liberado de toda ataduras (Von dem Gewalt, die alle Wesen bindet, / befreit sich der Mensch, der sich überwindet). Es decir que los dioses se repliegan cuando el hombre toma en sus manos las riendas del destino propio.
Me importan mucho los matices: la nobleza de Titurel se resquebraja al imponer la fórmula ritual por encima de la compasión; Klingsor sufre y no está exento de las honduras del dolor; la soledad de Amfortas es atroz, y en el maquillaje de cada uno de estos tres personajes hay una línea gruesa que atraviesa el rostro; el vestuario de Kundry en el Acto II es sutilmente asimétrico; Kundry no sólo besa a Parsifal, sino que monta sobre él; como individuo enriquecido por el psicoanálisis, reconozco la influencia de Wagner sobre Freud, rindo un homenaje a éste, e incluso bromeo un poco sobre el diván y desde el diván; la significación de una modesta silla inclinada, que luego aparece con las patas hacia arriba, es inequívoca; las imágenes catedralicias son una figuración ambigua, tan solemne como siniestra; los objetos son evocados por mera gestualidad, y la escena del templo del Grial en el Acto I incluye una señal de la Cruz, estilizada; la misma fascinación por los matices se halla en la iluminación, que revela mi amor por la policromía, con una marcada preferencia por el espectro de los azules.
Me agrada recordar al espectador que lo que está viendo es teatro, y si bien opto por enmarcar la escena para distanciarla físicamente, no tengo empacho alguno en efectuar movimientos de tramoya, con los tiros a la vista, cuando resulta pertinente o hasta idóneo hacerlo.“¿Quién es bueno?”, pregunta Parsifal en el Acto I, y también querría saber quién es el Grial (no qué es, sino quién es). Parsifal no sabe, aunque busca el camino y halla un beso que le permite advertir que la concupiscencia ata. Las escenas sacramentales de unción y bautismo en el Acto III son, adrede, tenues. A lo largo de toda la representación mantengo la distancia entre el escenario y el espectador. Al final, una suerte de lluvia, como maná, mientras se abre el templo y Parsifal pareciera flotar sobre las nubes. Animus y anima, en equilibrio, con una lanza ígnea suspendida en lo alto. Los cuatro elementos, y el centro. El Grial está abierto, persiste la soledad de Parsifal, rey, y puede uno tener presente, à la Léon Bloy, que la única tristeza es no ser santos.