La mujer ángel

Emilio Hinojosa Carrión

Mujer-Angel-Graciela-Iturbide
Mujer-Angel-Graciela-Iturbide

Emilio Hinojosa Carrión

“No hay ser viviente que desee tan poco como el desierto
y, sin embargo, tenga tanto.


No es algo en lo que piense uno cuando piensa en los seres vivientes,
aunque los alberga a voluntad.

Tiene una voluntad que no es como la nuestra.
Alégrate de eso.”

Robin Myers

El sonido de las dunas ­–rugientes, silbantes– obsesiona a quienes saben prestarle oídos a los seres inorgánicos. Éstas producen un rumor que se despliega en ondas de aire, un supuesto hábitat estéril que se escucha en muchos de sus rincones. ¿Se puede hablar de los rincones del desierto? ¿Esta topografía tiene esquinas? Grietas y recovecos acentúan sus voces, los aires bajitos son mantras de los arbustos, perniciosos en sus espinas.

 Ponemos micrófonos y nos acercamos a sus cavidades, usamos filtros para aislar lo más posible el aire, que no cesa, y notar con precisión lo que las dunas cantoras les revelaban a los beduinos: mantos acústicos como espíritus.

En el desierto de Sonora, además “seres de arena” hay piedras, flores puntiagudas, vegetación cambiante y una fauna expuesta al sol. El saguaro lo observa todo, pendiente de que las víboras dejen de trinar, de que los cacomixtles norteños dejen de chirriar, de que los galliformes y ruidosos pavos salvajes detengan su cacareo. Vigila, el saguaro, el fin de los sonidos en ese falso plano cartesiano que es el desierto de Sonora. El cactus viejo (Cephalocereus senilis), peludo, es un resonador cuyos resortes imitan los pelajes de los filtros de los micrófonos: un aparato dócil y espectral en su longevidad.

El desierto de Sonora está lleno de antenas cavernosas y líquidas: los izotes, las patas de elefante, los alioches y una gran cantidad de cactáceas que reciben las ondas radiofónicas de alrededor. ¿Qué harán estas plantas con tanta información tosca y malversada? ¿Qué terribles tardes pasarán con la Beatlemanía? ¿Qué interferencias escucha el gran Saguaro? No tienen réplica estos cilindros, que reciben la estática de los walkie-talkies de las patrullas fronterizas. ¿Qué respuestas recibiríamos de estos cúmulos de agua?

Pensemos un momento en la luz, la única onda electromagnética que podemos ver. Supongamos que estamos en la Plaza de la Constitución de la Ciudad de México. Si yo prendo la lámpara de mi celular durante la noche, usted podrá ver su luz intensa a 10 cm de distancia. Si camina cinco pasos y yo prendo la luz nuevamente, la va a seguir viendo, pero ya no tan luminosa. Si me mantengo en la orilla de la plaza que está frente a Catedral y usted se mueve hasta un punto cerca de Palacio Nacional, verá el pequeño foco como un destello casi imperceptible, ahogado por el resto de las luces del Zócalo.

Lo mismo ocurre con las ondas electromagnéticas que no podemos ver. Cuando estamos cerca de una estación de radio, aquello que transmite se oye muy bien. Si nos movemos más lejos, la señal deja de ser tan intensa y la transmisión pierde calidad hasta volverse pura interferencia. ¡Vaya música trastocada que amenizan las yucas de Sonora!

Sin embargo, el hecho de que la radio comercial no se escuche del todo en el desierto no quiere decir que las ondas se transmitan peor. La naturaleza está llena de ondas de radio. Las estrellas en el cielo, por ejemplo, las producen. ¿Cuán cargadas están las biznagas de radiofonías estelares? ¿Cómo interpretan la frecuencia de Sirio? La mejor evidencia de que las ondas de radio se pueden transmitir en el desierto, es que algunos radiotelescopios se encuentran en esos ecosistemas. Por ejemplo, el radiotelescopio Goldstone, uno de los mejores, está a mitad del Desierto de Mojave, en Estados Unidos, y hay otro en Sierra Negra, Puebla. En el Desierto de Atacama, en Chile, hay diez de ellos. La planicie del desierto es hoja calca de un lienzo de radiofonías: un lugar de absorción donde la luz no es permitida.

La fotógrafa mexicana Graciela Iturbide, que capturó a “La mujer ángel”, cuenta que le sorprendió su hallazgo: “Fue un golpe de suerte, como si la cámara, solita, hubiera tomado la foto. Me gustaba el hecho de que ellos fueran autónomos y no hubiesen perdido sus tradiciones, pero al mismo tiempo tomaban lo que necesitaban de la cultura americana. Como esa radio que los Seris consiguieron de los americanos a cambio de artesanías, como cestas y esculturas, para escuchar música mexicana.”

Qué ingenuo pensar que el sonido del desierto de Sonora lo es todo, que se puede vivir en la música de la naturaleza. La mujer con su casetera se parece a los raperos de antes con su bocina al hombro, en un constante performance de anulación del sonido de una urbe ensordecedora: sirenas, vendedores callejeros, el metro que siempre está llegando, los viejos conocidos que se saludan con estridencia. Estas caseteras –la de la mujer, la del rapero– son un artefacto de sobrevivencia, herramienta para atenuar el constante flujo de sonidos que nos rodean y alejarnos por un momento de ese paisaje: la música como sistema represivo de nuestro entorno.

El majestuoso sonido del desierto se pone en pausa durante unas cuantas rancheras en tres cuartos, hay que mover la cabeza y seguir el ritmo, asimilar el paisaje de otra manera, saber que cuando se acabe la pila habrá que volver a esa realidad: a este desgaste del aire en las rocas, que erosiona y moldea a los seres míticos que habitan el paisaje sonoro viviente.

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