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Las diferentes tradiciones de romper con la tradición en música

Rubén López-Cano

La otra vez asistí a una animada discusión en redes sociales en torno al tema de la ruptura de la tradición en la música de arte occidental. “Para romper con la tradición, primero hay que conocerla”, sentenciaba sabiamente un contertulio pues de otro modo, aseguraba, se corre el riesgo de “inventar el agua tibia” una vez más. No hay manera de no estar de acuerdo con esa afirmación. Sin embargo, he de confesar que tras de echar una mirada a ese nutritivo intercambio de opiniones me quedé con el runrún varios días… mmmmm… ¿cuántas veces no habremos escuchado que alguien rompió con determinada tradición en el arte o la música?

La verdad es que muchas. ¿No será que eso de romper con la tradición se ha convertido en una verdadera tradición en sí misma? Parece ser que ese particular escalofrío que inevitablemente cimbra determinada comunidad o escena musical de tanto en tanto; esa forma específica de reventar discursos, ideologemas y prácticas artísticas, simplemente posee la misma condición de las pandemias: es recurrente. En efecto, las rupturas de la tradición pueden venir en series consecutivas a cadencias regulares o irregulares o dilatarse eternidades en reaparecer. Sin embargo, tarde o temprano, siempre llega algo o alguien para “romper con la tradición”.

Más aún, permítaseme conjeturar que es posible, sólo posible, que violentar la tradición no sea sólo una tradición en sí misma sino que, en realidad, existen diferentes tradiciones de romper con la tradición cada una con sus respectivos ritos, discursos, gestos, alegatos… y tradiciones. Cada tradición de ruptura desafiaría a su modo ese cúmulo de inercias que solemos llamar “tradición”. Si existen diferentes tradiciones de romper la tradición que ocurren en diferentes tradiciones musicales tradicionalmente de tanto en tanto, entonces es posible enumerarlas de forma tradicional. Echemos un ojo a ellas.


La tradición moderna de la ruptura de la tradición


Esta es la más evidente de todas aunque no necesariamente ocurre siempre dentro del paradigma cultural de la modernidad (el cual se extiende más o menos desde finales del siglo XVIII y se observa con toda su furia en la primera mitad del siglo XX con las vanguardias históricas). Simplemente es aquí donde la podemos apreciar con mayor claridad. Tiene dos características. La primera es que suelen perpetrarla insiders: artistas con prestigio dentro de determinado campo o escena que son reconocidos como parte de esa tradición. Sin este reconocimiento su ruptura carecería de credibilidad o significado. Veamos algunos ejemplos.

Paco de Lucía primero fue el aclamado guitarrista de la más rancia tradición flamenca antes de remover los cimientos de esa hermética cultura al introducir el cajón peruano, promover la flauta o el bajo eléctrico o normalizar las armonías y guiños del jazz. Otro tanto pasó con Picasso que a los quince años era capaz de pintar la comunión de su hermana dentro de los cánones y gustos de su época. Después de eso lo reventó todo. El mismísimo Marcel Duchamp después de mostrar cierta solvencia en el arte cinético en pintura de caballete, ¡pumba!, se puso a repartir bicicletas y urinarios por los museos.

En las vanguardias musicales de mediados del siglo XX tenemos un Stockhausen validándose dentro de la tradición de la música de arte occidental escribiendo, por ejemplo, tratados enteros sobre las cadencias rítmicas en Mozart. Asoma también un Boulez que tras uno de los análisis musicales más eruditos de todos los tiempos, le enseñaba al propio Igor Stravinsky el sistema detrás Le Sacre du printemps y le reñía, con una arrogancia demencial, por sus errores de escritura.

Boulez sabe más de la música de Stravinsky que Stravinsky

La segunda característica de esta modalidad de ruptura es que suele legitimarse a partir de la propia tradición. En nombre del progreso, por ejemplo, afirman que el viraje que proponen es necesario para preservar la vida misma de la tradición y que de alguna manera las innovaciones defendidas han sido prescritas por ésta. Arnold Schönberg solía decir que él no estaba rompiendo con nada. Según él, la desintegración de la tonalidad no era otra cosa que la continuidad lógica de la tradición armónico tonal fundada por Rameau y llevada al límite por Wagner. El ceño mal encarado con el que el maestro austriaco aparece en todas sus fotos parece decirnos: “si has entendido algo de la historia de la música occidental, te darás cuenta que no hay alternativa, después del acorde de Tristán… lo que sigue… soy yo”. Y ¡cuaz! que inventa el dodecafonismo.

Completamente convencido de que la historia es un devenir de progreso continuo y lineal y que los artistas y científicos geniales simplemente se nos adelantan y son capaces de asomarse al futuro antes que el resto de los mortales, don Arnold predijo que unos cincuenta años después de los estrenos de las primeras obras dentro de esta técnica todo el mundo tararearía melodías dodecafónicas en la ducha del mismo modo que canta arias de Rossini. También dijo que la dodecafonía garantizaría la supremacía de la música alemana por cien años.

Lo que Schönberg no sabía es que eso de la modernidad es un paradigma cultural pasajero, como cualquier otro y que cien años después nadie canta melodías dodecafónicas voluntariamente ni en la ducha ni en ningún otro lugar. Por cierto, lo de la “supremacía de la música alemana” no lo contéis en presencia de Helmut Lachenmann por favor: le entran unos ataques de risa brutales y ya no tiene edad.


La tradición de la ruptura de la tradición por revival


Hay otra tradición que lejos de ser modernilla es más bien reaccionaria pues pretende sustituir una tradición vigente con otra anterior que le parece más cool. Su lema es “todo lo pasado fue mejor”. A finales del siglo XVI algunos músicos del norte de Italia seguían empecinados en recuperar modelos de la antigua Grecia. Eso fue más de cien años después que los artistas plásticos o la literatura pusieran de moda la antigüedad grecolatina; díganme si esto no es ser conservador. Se afanaban especialmente en recuperar los efectos maravillosos de la música en la antigua tragedia. Girolamo Mei, el más grande especialista sobre el tema de la época, metió en la cabeza de músicos como Vicenzo Galilei, Giulio Caccin, Jacopo Peri o el mismo Claudio Monteverdi, que el teatro griego era todo cantado de principio a fin; que las suyas eran melodías con acompañamiento simple como hacían los rapsodas homéricos u Orfeo con su lira y que la polifonía y el contrapunto eran un estorbo para la comprensión del texto y la movilización los afectos más profundos.

Ni tarda ni perezosa, esta generación intentó restaurar esta tradición musical de la antigüedad. Pero lejos de lograr su cometido, terminaron por inventar la monodia y la ópera moderna. Monteverdi específicamente sentaría las bases del todo el teatro musical de occidente desde Wagner a Cats.

Lo mismo ha pasado con el movimiento de Interpretación Históricamente Informada: la música antigua. Con el propósito de reconstruir tradiciones perdidas de ejecución musical han inventado un modo maravilloso e insólito de interpretar repertorios anteriores a 1800. Nunca sabremos qué tanto lograron aproximarse a prácticas históricas. Sólo podemos estar seguros de que las delicias que hacen a nuestros posmodernos oídos están hechas a la medida de nuestra cultura musical post-fonográfica. Otro tanto ha pasado con el son jarocho que rebuscando sus esencias termina por reinventarse de tanto en tanto: en ocasiones oculta su raíz africana, en otras la hiperboliza.

Nótese bien que en el caso de la invención de la ópera o el movimiento de Interpretación Históricamente Informada la premisa es que se quiere reconstruir una tradición que no se sabe cómo era realmente. Si se supiera no habría ni ruptura ni innovación alguna. Su condición, entonces, consiste en articular la ilusión con la ignorancia.


Rupturas y cambios de tradición por la acción discursiva


Muchas veces pensamos que entre la música y nosotros solo media el retumbo de instrumentos o el ensueño de las voces. Pocas veces reparamos en que vivimos insertos en discursos, valores e ideologemas colectivos que no siempre se verbalizan, que casi nunca son conscientes y que se nos cuelan en el cuerpo y emociones simplemente por medio de nuestra interacción social. A partir de estos filtros y sesgos aprendemos a degustar determinadas estéticas y deplorar otras y a organizar nuestras entrañas emotivas a través de la contemplación de ciertas obras artísticas y no de otras. Los discursos sobre lo musical seleccionan por nosotros lo que consideramos relevante y pueden por sí mismos crear, desviar, interrumpir o romper tradiciones musicales sin que ninguna compositora o intérprete haga nada en particular. Aquí algunos ejemplos:

Cuando era estudiante me enseñaron que Silvestre Revueltas era uno de los más grandes exponentes del nacionalismo musical de México. Sin embargo, estudiosos recientes como Roberto Kolb o Carlos Sánchez, afirman que Revueltas era más bien un urbanícola modernista más próximo al geometrismo de Varése que al mexicanismo de vibrato amplio de Ponce o al burocratismo oficial de Chávez. Según ellos, Revueltas no es nacionalista; su poética, más bien, consiste en burlarse de los métodos compositivos de los nacionalistas. Se trata de una crítica mordaz y satírica a esos discursos de muralismo rimbombante. El problema es que como en México todo mundo es sarcástico y mordaz o rimbombante, no nos habíamos dado cuenta de esos dispositivos. Esta reinterpretación que coloca al duranguense más próximo al posmodernismo que al nacionalismo, está calando entre estudiosos, músicos y oyentes y es muy probable que transforme radicalmente la manera en que comprendemos su música y la tradición en la cual solíamos insertarla.

A Eric Satie le costó lo suyo colarse en el canon de la música de arte occidental (por lo menos se instaló en sus márgenes). Pero desde hace algunos años ya no es más el excéntrico y marginal orientalista de las Gymnopédies; el pintoresco esotérico de las Gnossiennes o el rancio compositor de valses anticuados. Para ciertas regiones del arte sonoro, Satie es ni más ni menos el precursor de las instalaciones sonoras y de los objetos encontrados: mientras Duchamp repartía urinarios y ruedas de bicicleta en museos, Satie insertaba anticuadas marchas, sarabandas, mazurkas y minués dentro de los dispositivos hipermodernos de las performances dada. Lo dijo en su momento Llorenç Barber y no le creímos: Satie es lo más grande que le pudo pasar a la música del siglo XX. Es el punto nodal del arte conceptual en música, el precursor y, en cierta medida, inventor de John Cage.

Las aventuras en el estudio de música electrónica de Colonia en los 1950’s del viejo Karlheinz Stockhausen ya no son sólo la piedra angular del relato histórico de la música electroacústica. Las comunidades que producen música tecno de discoteca y la práctica de Djs se lo han apropiado sin ningún rubor. Del mismo modo que en los exámenes de historia de la música que se ven obligados a realizar estudiantes de conservatorio se les pregunta por Leonin, Perotin o Machaut; Djs, y músicos tecno estudian en academias y libros las andanzas electrónicas del viejo Stocky. Es su prehistoria, su cimiento, el origen mítico y práctico de su propia tradición: como los vedas en las músicas clásicas de la india o el repertorio gregoriano en la música de arte occidental.

El rebético es un género griego semejante en época y significado al tango rioplatense o al choro carioca: son emblemas de la cultura urbana. En esta música, cuando el público se anima, no aplaude ni grita “¡olé!”, “¡yeah!” o “¡uhhh!”; simplemente lanzan platos al escenario. En los años 1920’s Turquía se apropió de algunos territorios que pertenecían a Grecia y expulsó a sus pobladores los cuales terminaron estableciendose en zonas urbanas marginales de Atenas y otras ciudades. Estos griegos-turcos traían consigo su propia música de escalas fabulosas que alimentaron este género. Pero no se te ocurra jamás mencionar en público que el rebético se parece en ocasiones a cierta música turca (lo cual es evidente). Para los griegos esta música es más griega que el yogurt y el complejo de Edipo. Una vez se me ocurrió señalar estas semejanzas y me echaron de Atenas a patadas en el Peloponeso.

ΡΕΜΠΕΤΙΚΟ (Rebetiko) de Thomas Kunstler

La cosa es así: ahí donde un ciudadano del mundo escucha “salsa”, un cubano escucha “son” y un portorriqueño “plena”. Ese es el poder de los discursos estéticos: crean y sostienen tradiciones exaltando o invisibilizando algunos de sus componentes o historias sin importar apenas las estructuras musicales que las sostienen ni las intenciones originales de músicos y compositores.


Ruptura por autofagocitación


Hay tradiciones que se incineran solas y no esperan a que llegue ningún mesías a renovarlas. Mueren en su propio triunfo cuando alcanzan un nivel tan refinado y alto que disuaden al resto de compositores normales de internarse por sus entresijos. El madrigal fue una tradición de canción polifónica profana que inundó de historias de amor los más exquisitos salones de la nobleza europea desde la edad media hasta el siglo XVII. En sus estertores, Luca Marenzio, Carlo Gesualdo, Luzzasco Luzzaschi, Sigismondo D’India y el gran Claudio Monteverdi condujeron al género a sus más altas cumbres estéticas… y de ahí se tiró al vació para suicidarse. En efecto, el refinamiento alcanzado fue tan asombroso que esta generación prácticamente ocupó todo el espacio creativo posible dentro de esta tradición. Después del Octavo libro de Madrigales de Monteverdi de 1638 donde canta con tal pericia y perfección al amor, la ira, el deseo y la guerra, ¿quién se atrevería a intentar colocar una corchea más sobre la excelsa tradición musical del madrigal? En efecto, el propio Monteverdi se atrevió y publicará más tarde, de forma póstuma, su Noveno libro de Madrigales en 1651. Pero el resto de compositores con dos dedos de frente reparó en que todo estaba dicho ahí y simplemente ya nadie compuso madrigales.

Algo parecido le pasó a Pérez Prado el indiscutible rey del mambo. Un puñado de sus irresistibles piezas que pusieron a bailar al mundo entero en la década de 1950 fue suficiente para invisibilizar a otras bandas, artistas y tradiciones de mambo como las del Nueva York de Machito y sus Afrocubans o José Curbelo. Su éxito se le vino encima al célebre músico cubano pues durante los treinta años siguientes se vio obligado a tocar el mismo repertorio en sus incesantes presentaciones. Intentó introducir nuevos temas y ritmos pero todo fue en vano. No podía salir a escena sin tocar el “Mambo número 5” el 8, “Qué Rico el mambo”, etc. Poco a poco don Dámaso se convirtió en una caricatura de sí mismo. Con desgana salía a escena a imitar a ese otro Dámaso, su majestad, el Pérez Prado exitoso de los años cincuenta cuyos temas se vio obligado a repetir como una cadena perpetua. Se dice que en alguna ocasión intentó retratar en un mambo su triste condición. “Al otro, a Pérez Prado, es a quien le ocurren las cosas”, decía la letra de la canción. Luego se enteró que eso ya lo había escrito Borges en su cuento “Borges y yo” y le entró una depresión descomunal.

El madrigal, el mambo, el charleston o la música para vihuela española del siglo XVI, son tradiciones musicales cerradas, clausuradas, su repertorio es el que es y no se mueve más. Son como esas lenguas muertas que parece que ya han dicho todo lo que podían decir sobre el mundo. Ya nadie maldice ni se enamora a través de ellas. Si alguien compone un tema dentro de cualquiera de estas tradiciones será exclusivamente para homenajearlas y hacernos recordar lo hermosas que eran. Pero ninguna de estas piezas se podrá sostener en el mundo por sí mismas: siempre serán metatextos condenados a hablar sobre otros textos.


Ruptura de tradición por accidentes pragmáticos


Una tradición se pude transformar también por accidente. Un informante sin ninguna credibilidad me contó que una noche en algún lugar de Jalisco de los años cuarenta del siglo XX el Mariachi Vargas de Tecatitlán ofreció una serenata a una hermosa moza con sueño muy pesado y estado avanzado de sordera. Para asegurarse que despertaría, a alguien se le ocurrió llevar una trompeta. Pero ese estruendoso instrumento desbalancea por completo todo el conjunto así que para equilibrarlo tuvieron que compensar agregando más violines, guitarras y vihuelas. A alguien de la administración del mariachi le pareció chulo el resultado y lo estableció como norma. De este modo, de entrañable conjunto pequeño de cámara, el mariachi se convirtió en una agrupación de dimensiones sinfónicas. El arpa, otrora instrumento fundamental del conjunto, simplemente desapareció. Supongo que la historia real fue distinta pero esto que les acabo de contar simplemente pudo haber pasado.


Tradiciones zombies


También hay casos en que las tradiciones no se dan cuenta que su tiempo expiró. Pese a los evidentes síntomas que aparecen a su alrededor, actúan como si el asunto no tuviera que ver con ellas y se empecinan en continuar por sendas que, de tanto transitadas, terminaron hace tiempo por no conducir a ningún lado.

Me pasa con mucha música de Shostakóvich. Su Cuarta sinfonía y otras obras se me vienen encima como un borracho parlanchín que comenzó a beber por ahí del clasicismo de Daddy Haydn y que varios siglos y copas después, tras dos guerras mundiales que se dicen pronto, sigue dando la monserga con lo mismo, lo mismo y lo mismo. Ya sé que se trata de ironías y sarcasmos en los cuales el maestro soviético era insuperable, pero no lo puedo evitar. Otro tanto me pasa con el Bartók de algunos cuartetos de cuerda o conciertos para piano. Cuando escuchamos estas músicas salen a nuestro encuentro asombrosas amalgamas armónicas; texturas que se densifican, filtran y se desperdigan en mil tejidos y tramas; nos sobresaltan misteriosos empastes tímbricos sostenidos por asombrosas técnicas instrumentales completamente desconocidas en su tiempo.

Sin embargo, por alguna razón que no me alcanzo a explicar, el compositor húngaro mantiene un férreo compromiso con algunos de los anclajes más tradicionales de la música tonal. El que me cuesta más es su respeto a la supremacía indiscutible del tema: esa melodía característica y reconocible que se ha de desarrollar, variar, exponer y reexponer y, lo peor, debe ostentar la parte protagónica de todo el tinglado. Así que cuando todo parece discurrir por senderos insospechados, cuando intentas desplegar las estrategias de escucha más inusitadas, ¡pam!, el tema aparece de nuevo y un cubo de agua fría te regresa a la miserable realidad. Lo peor es que sus temas por lo regular consisten en una melodía horrible y contrahecha que termina por anclar tu fantasía a la mísera suerte de una tradición agónica.

Yo creo que a György Ligeti le pasaba algo parecido. Un día se puso demasiado nervioso con el tematismo de Bartók y decidió arreglar el entuerto por sí mismo de una vez por todas. Créanme, György es lo mejor que le pudo haber pasado al viejo Béla. Con la caja de herramientas en mano y una paciencia de fontanero se internó en partituras como las del Primer y Segundo conciertos para piano o el Tercer cuarteto para cuerdas y meticulosamente desensambló esos remanentes temáticos que tanto estorban a la fantasía bartokiana. Después de una larga jornada de trabajo lo que quedó fueron un puñado de fascinantes texturas, tramas de células que suben o bajan o se revuelven en hipnóticos loops que hacen trizas el tiempo musical hasta entonces conocido.

Música dispersa: Ligeti’s Anxiety o breve historia de apropiacion textural de Bartók por LIgeti

Desde entonces Ligeti comenzó a perseguir estas partículas texturales para comprenderlas mejor y, en definitiva, poseerlas. Sus denodados esfuerzos por alcanzarlas se escuchan ya en obas como el Concierto para violonchelo (1966); Continuum (1968); Ramifications (1968-1969); el Segundo cuarteto de cuerdas (1968) o las Diez piezas para quinteto de viento (1968). Sin embargo, György no era consciente que estaba urdiendo una trampa destinada a él mismo.

El escritor austriaco Karl Kraus reparó en que mientras quien calla una palabra es su dueño; quien la pronuncia, se convierte irremediablemente en su esclavo. Ligeti siguió sin saber este apotegma. Para cuando terminó el maravilloso Concierto de cámara (1969-1970) por fin se hizo con ellas y las dominó para siempre; o mejor dicho, esas texturas, tramas y densidades terminaron por poseerlo a él. Siendo rehén de ellas las escuchamos aun maravillosas pero reiterativas en Melodien (1971); el Doble concierto (1972); en el portentosos Clocks and Clouds (1973) y aún en las Tres piezas para dos pianos (1976). Pero terminaron por asfixiar la imaginación de György quien necesitaba librarse con urgencia de esa camisa de fuerza de lujo.

Entonces decidió romper su propia pequeña tradición textural y, pegando un grito liberador, compuso el Trío para violín, trompa y piano (1982): una de las cosas más horrendas que he escuchado en mi vida. El esperpento, sin embargo, fue eficaz para exorcizar sus propias cadenas- tradiciones.

Más tarde Ligeti comenzó a enfermar como Chopin y a saltar como pigmeo. Del primero retomó la gran tradición del pianismo romántico y de los segundos sus refinadas técnicas de contrapunto tal y como nos las enseño el legendario etnomusicólogo Simha Arom. El resultado fueron los imprescindibles Estudios para piano (1985-1994): una de las pocas cosas del mundo que por sí mismas hacen que valga la pena haber nacido. Esta historia nos demuestra que algunas tradiciones tienen también algo de idiosincrático y personal.


Otras tradiciones de romper la tradición


Existen estrategias alternativas destinadas a fulminar alguna perniciosa tradición. Por ejemplo, compositores franceses como Debussy o Fauré recurrieron a la fatal hilarity para deshacerse del canon germánico de Wagner. La música del alemán representaba la cima estética de la música de su tiempo impidiendo a los compositores jóvenes tomar sus propios caminos. Entonces insertaron los más famosos temas operísticos y tristánicos acordes del alemán dentro de músicas “poco honorables” como la música popular afro-norteamericana o los ritmos de can can. Con ello minaron a punta de carcajada esa tradición por lo menos lo suficiente para que pudieran discernir sus propios derroteros.

No podemos abandonar este somero recuento de las tradiciones de romper la tradición en la música sin resaltar el fenómeno de los falsos positivos. Se trata de infiltrados dentro de las tradiciones que nos quieren hacer creer que forman parte de éstas, que las conocen y respetan y que su misión es transformarlas por su propio bien. ¡Pero nada de eso! No creo que exista nadie que se crea el cuento ese de que Satie regresó al conservatorio a los cuarenta y pico de años como gesto de humildad de un músico honesto que piensa que todavía tiene algo que aprender. ¡Mentira! Lo que le interesaba al viejo era hacer etnografía para conocer mejor los modus operandi de sus víctimas y perpetrar sus golpes con mayor precisión. ¡Un músico que haya pisado un conservatorio decente nunca hubiera concebido un monstruo del tamaño de las Vexations!

Las tradiciones se rompen por medio de varias tradiciones de ruptura… y como decía otro maestro que rompió más de una vez con sus propias tradiciones: La tradición se rompe… pero cuesta trabajo…  

La tradición se rompe pero cuesta trabajo (1969) de Leo Brouwer

Barcelona, septiembre de 2021


Cómo citar este artículo:

Chicago:

López-Cano, Rubén. 2021. «Las diferentes tradiciones de romper con la tradición en música». Sonus Litterarum 1 (septiembre). https://sonuslitterarum.mx/las-diferentes-tradiciones-de-romper-con-la-tradicion-en-musica/.

APA:

López-Cano, R. (2021). Las diferentes tradiciones de romper con la tradición en música. Sonus Litterarum, 1. https://sonuslitterarum.mx/las-diferentes-tradiciones-de-romper-con-la-tradicion-en-musica/


  1. ¡Rubén, esta buenísimo tu artículo! Un gran repaso de las tradiciones!
    Cómo me haces reír!
    Estupendos los ejemplos y me encantó el fotograma de Ursu.
    Felicítala de mi parte
    un abrazo

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