Introducción
“Un artista no puede dejar de estudiar filosofía”, dice Lucía Álvarez, quien además de tener una licenciatura en piano con mención honorífica y otra en composición musical, estudió una maestría en educación humanista en la Universidad Iberoamericana.
Lucía comenzó a estudiar piano de forma rigurosa a partir de los doce años. Ella compara la curiosidad que la acercó a la música con la misma que Alicia, el personaje de Lewis Carroll, sintió por el conejo blanco y su reloj.
Llegó a la composición de música para la escena, literalmente por azar, por Héctor del mismo apellido y por una suplencia como pianista para la compositora Alicia Urreta.
A más de cincuenta años de aquello, hoy resulta difícil no imaginar a Lucía Álvarez escribiendo una partitura –a mano–, con el fin de integrar un arte del tiempo, como es la música, a esas otras disciplinas del espacio, como son el cine y el teatro.
Cuando se piensa que su trabajo es una herramienta subordinada a las imágenes y sonidos preexistentes, ella nos demuestra, con esa extraña mezcla de exigencia, sensibilidad y encanto únicos, como puede conseguirse uno de los corpus musicales más sólidos y rigurosos que se recuerden en nuestra cinematografía a través de títulos francamente clásicos de esa brillante generación rupturista surgida en los años sesenta y setenta como son: Isaac, Fons, Torres, Ripstein, su ave de tempestades, y Juan Ibáñez, su personaje inolvidable.
A lo largo de cuatro décadas, la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas no ha escatimado reconocimientos para su obra fílmica, todo lo contrario; y a ellos se han sumado los obtenidos en los festivales de Nîmes y Nantes, en Francia, la Diosa de plata de PECIME y otros galardones recibidos en la UNAM, su casa, a la que está ligada desde su infancia como brillante pianista hasta el día de hoy. Porque en nuestra Universidad sigue prolongando, con generosidad, su experiencia profesional con la formación musical de los futuros compositores para las imágenes en movimiento. Sin embargo, ella sabe que puede, en sus palabras, “seguir ganando Arieles de plata, pero que el Ariel de oro solo puede obtenerse una vez”. Y está feliz, lo sé.
El joven Jorge Negrete, perteneciente a una nueva oleada de críticos, es el autor del presente texto, donde establece con precisión un perfil biográfico de Lucía, donde la conciencia sobre las dificultades de su quehacer y los personajes, reales y fílmicos, con los que ha convivido van apareciendo acompañados por las voces de un coro bien timbrado, la suavidad de un nocturno romántico e incluso la melancolía de un bolero, cuando de evocación se trata.
Antes de dar paso a nuestro séptimo Texto de la Academia queremos agradecer el apoyo del diseñador Ignacio Borja, quien ha hecho posible la existencia de los cuadernillos que este año, difícil para todos, acompañan la entrega del Ariel de oro.
Roberto Fiesco
Coordinador editorial AMACC [1]Texto publicado originalmente por la Academia de Artes y Ciencias Cintematográficas AMACC | Textos de la Academía #7
OBERTURA
Alegría
Un salón opulento en el que se reúnen un grupo de personas. Nos toma unos cuantos segundos darnos cuenta que estamos en una casa de citas. En primer plano, hay un piano de cola en el que una mujer fuma mientras la matrona comienza a aplaudir para animar el lugar. “¡Esto está muy aburrido, está muy triste!”, dice, antes de pedirle a dos chicas jóvenes que ofrezcan un espectáculo para los “caballeros guapos” del lugar. Inmediatamente después se dirige a la mujer que estaba fumando frente al piano:
—Lucía, ¿qué nos vas a tocar?… ¡Alegría! ¡Alegría!
Lucía apaga su cigarro y comienza a tocar en el piano una melodía que va de acuerdo con la decadencia del lugar. Pareciera que esta música anuncia la llegada de Abel (Bruno Bichir), quien viene a buscar a Alma (Salma Hayek). La música es de una alegría tan forzada como la de Alma frente a un cliente que le acaba de dar un pase de cocaína. Abel la mira con un gesto que combina desprecio y dolor ante su virginal novia ahora prostituida. Los enamorados se alejan de la escena, pero el piano sigue audible y la tonada ahora es mucho más suave. Aparece José Luis (Daniel Giménez Cacho), el lenón, quien saca a Abel del lugar mientras le reafirma a Alma que ella ya no es nadie y ahora le pertenece. Es un objeto más del negocio, no muy diferente del piano que toca Lucía.
Como tal, Alma aparece en la siguiente escena usando lentes oscuros junto a la pianista, quien toca una melodía triste para ese otro bello mueble del lugar que ahora es Alma. La sombría amenidad de la escena se rompe cuando Abel ataca a José Luis con una navaja y consigue marcarle la cara. En venganza, el joven terminó herido de gravedad. Todos corren y lo único que se escucha en el fondo son los gritos, el llanto y la confusión. La música que llegó con Abel, desaparece.
La secuencia pertenece a la película El callejón de los milagros (1994) dirigida por Jorge Fons, producida por Alfredo Ripstein y musicalizada por la compositora mexicana Lucía Álvarez. Esta no era la primera vez que Lucía aparecía a cuadro –ya antes había figurado tocando el piano en una cantina en la extraordinaria Principio y fin (Arturo Ripstein, 1993)–, pero aquí toda la música que se escucha es de su autoría.
“Todas las películas que he hecho me han elegido a mí. Yo elijo la música como se elige la fruta en el mercado: miras, sostienes, hueles, pruebas, usas tus sentidos y decides la que mejor se va a adaptar a lo que quieres lograr. La música para una película debe ser igual de versátil y sabrosa”.
PRIMER MOVIMIENTO
Su puritita escuela
El trayecto de Lucía Álvarez en el teatro y el cine mexicanos ha estado formado por una mezcla de pasión y casualidad, muy similar a la forma en que la Pinzona (Zaide Silvia Gutiérrez) llegó a “eso de la cantada” en El imperio de la fortuna (Ripstein, 1985). “Mi puritita escuela”, dice su madre, la Caponera (Blanca Guerra), cuando trata de regresar con su tambora, después de años de haber abandonado a su grupo, para convertirse en el amuleto de Dionisio Pinzón (Ernesto Gómez Cruz).
Ambas empiezan a cantar Las rosas de mis rosales, pero la inseguridad de la Pinzona hace que, después de unos segundos, le digan que “no sirve para el negocio”. Con el mismo nerviosismo y a los diecisiete, un par de años mayor que la Pinzona, Lucía comenzó a trabajar en el teatro, aún siendo estudiante de piano de la Escuela Nacional de Música de la UNAM. Lucía tomaba una materia curricular llamada Música de cámara, impartida por el prestigioso violinista veracruzano Hermilo Novelo, en la que varios pianistas acompañaban a diferentes músicos en sus recitales. En una de esas ocasiones, la talentosa pianista y compositora Alicia Urreta, quien también trabajaba en el grupo, la invitó a ser su suplente en la obra Higiene de los placeres y de los dolores (1967), escrita y dirigida por Héctor Azar, quien entonces era el jefe de los departamentos de teatro tanto de la UNAM como del INBA, y director de la Compañía de Teatro Universitario.
“Cuando vas al teatro, todos los días escuchas y ves algo diferente, como en los conciertos. A veces un actor está teniendo un mal día y da una actuación fatal o quizá ese enojo lo lleva a darlo todo en una escena fortísima. Lo mismo pasa con los músicos, nuestras emociones tienen una repercusión única en la manera en la que tocamos una pieza. Ese es el encanto de las obras de teatro y de los conciertos: son obras abiertas”.
El teatro se convirtió para Lucía en un conejo blanco que perseguiría como la Alicia de Lewis Carroll, asombrada por la calidad del grupo de actores, cuya enunciación era tan armoniosa que creaba una verdadera sinfonía vocal. Pero incluso en un mundo desbordante de magia hay lugar para el conflicto. Alicia Urreta discute un día con Azar y decide irse del teatro llevándose su música y a sus músicos. Ese día, Lucía planeaba ir a la obra solo como espectadora.
Al llegar al Foro Isabelino de la calle de Sullivan, que se había inaugurado precisamente con esa obra, el maestro Azar le dijo:
—¡Tú tienes que hacer la función!
—Pero maestro, yo vengo a ver la función… Además, esto es un quinteto. Yo solo toco la parte del piano, no tengo ni la música.
—¡Tú puedes hacerlo! ¡Estás obligada a hacerlo! Por el público.
Entonces, con la misma seguridad con la que la candorosa Meche Carreño domó con gentileza el escenario en La mujer perfecta (Juan Manuel Torres, 1977), gracias a sus sensuales movimientos, Lucía conquistó el oído del exigente Héctor Azar, quien la convirtió en la titular de la obra durante el resto de la temporada e incluso le subió el sueldo. Contando con la bendición de Alicia Urreta, Lucía dirigió a todos los músicos del quinteto. El escenario había hecho crecer enormemente a la joven pianista. Y fue tal su crecimiento que Azar le confió la composición de la música de su siguiente obra: Juegos de escarnio (1969):
—Pero, maestro, yo no soy compositora, ¡soy pianista!
Ante la insistencia de Azar y la reticencia de Lucía a evadir cualquier reto, la joven compuso –a sus dieciocho años– la música para la obra. El éxito rotundo del montaje llevó a la Compañía de Teatro Universitario a una gira internacional y a la composición musical para más de treinta y cinco puestas en escena.
La Escuela Nacional de Música y el teatro, la llevaron a conocer y entablar una gran amistad con José Antonio Alcaraz, famoso intelectual mexicano, compositor, crítico teatral y musical, así como actor y director cinematográfico ocasional, quien se involucró en el pujante cine mexicano a finales de los años sesenta y le otorgó, gracias a su admirable capacidad para conseguir proyectos, su primera película a Lucía.
El prolífico guionista José María Fernández Unsaín, quien de acuerdo con Lucía se auto proclamaba orgullosamente como “el primer productor de churros mexicanos”, y que en ese momento era dirigente de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), que él mismo había fundado, le consiguió a Alcaraz el trabajo de compositor de la música para la película Los días del amor (1971), dirigida por Alberto Isaac y estelarizada por Jorge Martínez de Hoyos, Arturo Beristain, Marcela López Rey y Anita Blanch, la cual tenía como trasfondo la rebelión cristera en el México del Maximato.
Alcaraz invitó, a su vez, a Lucía, pero –por cuestiones sindicales– no pudieron realizar el cien por ciento de la música de la película y el crédito principal fue para el veterano Raúl Lavista. Sin embargo, los tres ganaron el premio Ariel por mejor música de fondo en la ceremonia de 1973, celebrada en la residencia oficial de Los Pinos. Rápidamente, Unsaín se percató del talento de la joven compositora y le confió toda la música de su siguiente película. “Te daré a ti mi próximo churro”, le dijo orgulloso. El “churro” en cuestión era una adaptación “moderna” de La dama de las camelias de Alejandro Dumas llamada Crónica de un amor (Toni Sbert, 1972), estelarizada por Jacqueline Andere (esposa de Unsaín), quien interpretaba a una estrella de cine mientras que Ricardo Cortés trataba de pasar por un niño bien tapatío.
Poco después vendrían para Lucía películas tan dispares como La montaña del diablo (1973), dirigida por Juan Andrés Bueno, un remedo de El Topo (Alejandro Jodorowsky, 1969); una adaptación de El sombrero de tres picos, para Antonio Aguilar y Flor Silvestre, llamada Don Herculano enamorado (Mario Hernández, 1974); y Pasajeros en tránsito (Jaime Casillas, 1976), una película ubicada en Bolivia, a finales de los sesenta, en la que un guerrillero herido (Rafael Baledón) recibe ayuda de un mercenario mexicano (Gregorio Casal).
Unsaín le propuso a Lucía ser actriz, diciéndole que ella tenía inocencia y candor, cualidades que, según él, actrices como Meche Carreño ya habían perdido. Cuando él le ofreció que le hicieran pruebas de fotografía, ella se negó rotundamente diciéndole: “Gracias señor, pero yo soy músico”. Sin embargo, en alguna ocasión llegó a aparecer como extra en algún programa de Enrique Alonso “Cachirulo”, cuando era niña, y después tocando el piano en algunas escenas.
El viaje que iniciaría Lucía, como la Alicia de Carroll, la llevaría a encontrarse finalmente con el conejo blanco y a sentarse con un sombrerero peculiar.
SEGUNDO MOVIMIENTO
El divino maestro
“Un hombre que tenía la particularidad de cautivar y una personalidad fascinante”, así describe Lucía a quien sería un parteaguas tanto en su carrera como en su vida: el director de teatro y cineasta Juan Ibáñez, con quien colaboraría en la película Divinas palabras (1977), una adaptación de la obra homónima de Ramón del Valle-Inclán, que originalmente iba a filmar Luis Buñuel en España, pero que por problemas de derechos terminó filmándose en México con Silvia Pinal y Mario Almada en los papeles estelares.
“Fue gracias a Juan Ibáñez que pude conocer a Luis Buñuel. Ya se había retirado y vivía en México. Tristemente ya estaba muy enfermo. Recuerdo que a Buñuel no le gustaba la música en el cine y que prefería que sus películas estuvieran ‘desnudas’, incluso rechazó tajantemente trabajar con Igor Stravinski. Por el contrario, a Juan –a pesar de ser muy ‘buñuelista’– le gustaba la música, sabía de ella y le tenía mucha consideración. Él me permitió ‘vestir’ Divinas palabras”.
La obra fue montada por Ibáñez en 1963, en el Teatro del Caballito, cuando el director apenas contaba con veinticinco años, y fue llevada al año siguiente al Festival Mundial de Teatro Universitario en Nancy, Francia, donde obtuvo el primer lugar del certamen, logro mitológico que se convertiría en su carta de presentación para el futuro. Quien mejor que él para llevar a la pantalla la historia de una mujer casada con un sacristán que, al ser descubierta en pleno adulterio, es humillada y llevada ante su esposo para que se haga justicia.
El entorno de la película es el mundo del esperpento: enanos, vagabundos, seres deformes y monstruos tan humanos como prejuiciosos. Ibáñez no comenzó con el planteamiento visual de la película, sino con el aural.
Ya habiendo trabajado con el director en diversas obras de teatro (como La tempestad, de Shakespeare, en 1973), Lucía comenzó a construir la música de Divinas palabras antes de que hubiera una sola imagen filmada. En lugar de recurrir a una orquesta tradicional, Ibáñez y Lucía eligieron un sonido adecuado para los horrores y greguerías del texto de Valle-Inclán: la voz. El uso de un gran coro como vehículo de musicalización le otorgó una ominosidad peculiar a la película que, aparentemente, solo el teatro tenía la capacidad de ofrecer. Además de que le dio la pauta a Ibáñez para dirigir, la música sonaba realmente en el set mientras la acción sucedía frente a la cámara, como si se tratara de un gran ballet. La composición de Lucía acabó convirtiéndose en el metrónomo de la película.
“Siempre he trabajado con el tiempo. Lo uso como cualquier otro material o herramienta. Trato de ajustarme a la duración y a trabajar con la precisión del montaje. Recuerdo que había un momento en Divinas palabras en el que Silvia Pinal, después de un potente monólogo, bajaba la mano y ese movimiento coincidía con el instante en el que la música se detenía. Juan tenía siempre ideas así”
Momentos así de precisos fueron logrados en la película gracias a la colaboración con un nombre admirado cientos de veces en los créditos del cine mexicano: el de la legendaria editora Gloria Schoemann, quien tenía su sala de edición en los Estudios Churubusco, un auténtico y pequeño claustro donde llegaba a pasar jornadas de hasta doce horas continuas con su crujiente moviola. Al principio, la rigurosa disciplina y el entorno de trabajo de Schoemann le parecieron angustiantes y aturdidores a Lucía –quien había sido enviada ahí por Ibáñez–, pero, en cuestión de tres o cuatro días, ella se había integrado tan finamente a la rutina de la editora como los fotogramas que se unían en ese espacio de creación.
Trabajando con tres cintas en la mano, Lucía veía junto a Schoemann la película cuadro a cuadro, adelante y hacia atrás, pasando una jornada completa montando un rollo que representaba, en promedio, unos diez minutos de película. El rigor y la perfección que buscaba Schoemann en cada corte le dio a Lucía la oportunidad de estrechar una convivencia que, además de llevarla a convivir con una dinámica muy parecida a la de ¿Qué pasó con Baby Jane? (Robert Aldrich, 1963) entre Gloria y su hermana Rosa, le permitió afinar su sentido, no solo del tiempo cinematográfico, sino también del musical.
Tomando no solo las lecciones prácticas aprendidas con Schoemann sino algunas del teórico y dramaturgo alemán Bertolt Brecht y de su compositor Kurt Weill, Lucía decidió aplicarlas con Juan Manuel Torres –con quien ya había trabajado en el popular programa televisivo para niños, Plaza Sésamo (1976)–, cuando este le pidió componer la música de su película La mujer perfecta, la cual expone con crudeza las profundas e indestructibles raíces del racismo, el clasismo y el machismo en México a través de la historia de una joven bailarina y actriz de cine (Meche Carreño), quien se enfrenta al rechazo del estrato burgués que rodea a su marido (Ricardo Blume).
La disolución entre los escenarios teatrales o del espectáculo y los escenarios de la cotidianidad contribuyen a la feroz crítica que se hace en la película de Torres. Aun si esta no se adhiere fielmente a los principios brechtianos, la música de Lucía sí bebe de esa tradición con una banda sonora que explota la naturaleza –entre decadente y erótica– del show de la “Venus morena del cine nacional”, que es como describen a Marcela Nava (Carreño) en la película. Si bien este espíritu brechtiano en el trabajo de Lucía encontrará su punto más refinado en las cintas que hará con Arturo Ripstein, la presencia que tiene en La mujer perfecta y en Divinas palabras anuncia el tipo de proyectos que la elegirían a ella y no al revés, “como las frutas en el mercado”, según sus propias palabras.
—Tú me entiendes muy bien –decía Ibáñez a Lucía.
—No, tú me explicas muy bien.
El grado de entendimiento entre Juan Ibáñez y Lucía lamentablemente solo puede admirarse en una película. Sin embargo, para aquellos espectadores que tuvieron la oportunidad de verlos, queda también el recuerdo de los numerosos montajes teatrales que compartieron, como El semejante a sí mismo (1978), de Juan Ruiz de Alarcón, o el espectáculo Moctezuma (1982), a partir del texto de Homero Aridjis. Juan tomó para la compositora el papel de Pigmalión, un guía y expansor de la percepción, un hombre con una gran sensibilidad, tan intimidante como genial, cuyo influjo en la vida de Lucía terminaría solo con su muerte en el año 2000.
La lección más profunda que le dejó Ibáñez ocurrió en el marco de los ensayos del montaje de la obra Triángulo español, de Kurt Becsi, en 1976. La escena en cuestión involucraba al legendario actor Carlos Ancira y a una muy joven y bella Ofelia Medina. Aquel interpretaba a Felipe II y ella a su esposa Isabel de Valois, amante a su vez de don Carlos (interpretado por Macrosfilio Amílcar), infante de España e hijo del rey. En el dramático monólogo recitado por Medina al final del segundo acto, ella le revelaba al personaje de Ancira el amor que sentía por su hijastro, logrando en el monarca un efecto devastador, mientras le decía: “Todas vuestras coronas juntas no me dan la dicha que he vivido en sus brazos, no ha pequeños sorbos, sino hasta perder el conocimiento…” Una vez terminada la escena, Ofelia estaba llorando. Ibáñez se acercó a ella y le dijo con un tono inolvidable:
—A mí tus lágrimas no me dicen nada, yo no quiero que tú te conmuevas, quiero que me conmuevas a mí.
De tal sentencia, Lucía tomó una gran lección que le serviría para el resto de su carrera: el cine y todos sus elementos, incluyendo –desde luego– la música, deben apuntar idealmente a esa conmoción. Esa lección apareció en el momento oportuno, justo antes de conocer a un cineasta que, con sus películas, apuntaba a ese mismo estado y que ya entonces ostentaba un gran prestigio en el cine mexicano.
“Juan Ibáñez y Arturo Ripstein no se llevaban bien, sin embargo, de los dos aprendí mucho. Juan era un hombre extremadamente sensible, talentoso y yo diría que genial, además de ser un gran melómano. Conocerlo me abrió un mundo de posibilidades. Trabajamos juntos por más de veinte años haciendo teatro y una sola gran película. Ripstein, por otro lado, siempre tuvo un trato más distanciado, un poco flemático y al mismo tiempo más personal. El ramo de flores más grande que he recibido en mi vida me lo envió Arturo”.
TERCER MOVIMIENTO
El imperio de Arturo
Acompañando a su pareja, el organista Tito Enríquez, a una grabación en los Estudios Churubusco, Lucía –embarazada– coincidió allí con un cineasta que estaba dando indicaciones tan precisas y minuciosas respecto a la música que no pudo evitar enfocar su atención hacia él. Ella se acercó al cineasta para conocerlo y conversaron un poco. Se trataba de la grabación de la música para la película La ilegal (1979), compuesta por Nacho Méndez. Cinco años después, Lucía recibiría una llamada para reunirse con aquel hombre. Se trataba, desde luego, de Arturo Ripstein, uno de los nombres más importantes de la cinematografía nacional.
La cita sería en el departamento de Ripstein ubicado en la circular calle de Amsterdam en la colonia Condesa de la Ciudad de México. Lucía subió por el elevador al penthouse, cuyas puertas, al abrirse, daban acceso inmediato a la estancia. Lo primero que Lucía vio fue el gesto adusto y severo del cineasta, con las manos en la espalda y la mirada fija en la compositora. Después de un lapso de silencio, el cineasta preguntó:
– ¿Tú eres la mejor compositora de cine que hay en este país? –La pregunta la desconcertó.
—Pues… no… no lo sé, señor… hay varios que son muy buenos.
—¿No eres la mejor? Entonces no me interesas.
Ripstein se dio la vuelta y las puertas del elevador se cerraron. Mientras tanto, Lucía, perpleja, descendía por el ascensor. La compositora, ya con treinta años y más de cinco de no escribir música para cine, volvió a presionar el botón para subir al departamento. Cuando las puertas se abrieron nuevamente, el cineasta seguía en el mismo lugar como si la estuviese esperando.
—Yo soy la mejor, señor.
—Entonces puedes pasar…
Esa breve anécdota tiene una bella resonancia con los vuelcos que le da la fortuna a Dionisio en El imperio de la fortuna, la primera de las cinco colaboraciones entre Lucía, Risptein y la guionista Paz Alicia Garciadiego, quien, además de ser responsable de las historias, escribiría las letras de las canciones originales de las películas del cineasta. La música de Lucía, que combina los ritmos y tonadas populares con la sobriedad y peso de la música de orquesta, se hace presente, primero en los momentos clave en los que cambia la suerte de Dionisio: la muerte de su gallo, su resurrección, la muerte de su madre y, al final, la muerte de la Caponera, amuleto antes que mujer, quien canta la misma canción una y otra vez, como si esperase que Dionisio, al escucharla, pudiera sentir algo distinto:
Las rosas de mis rosales
no las encuentra ninguno,
no las encuentra ninguno…
La mezcla de cuerdas y música de palenque en el final de la película, con la marcada influencia de la música de Kurt Weill y el teatro brechtiano, se suavizarían levemente con las melodías de piano que animan la melancolía de una película como Mentiras piadosas, en la que Alonso Echánove y Delia Casanova se acompañan, cada uno, en su abismal soledad. No es gratuito que Ripstein afirme que, de todas sus colaboraciones con Lucía, esta es su predilecta.
En la película, Echánove interpreta a Israel, un marchante que vende hierbas en un mercado y que dedica su tiempo libre a cuidar maniquíes con la misma atención y cariño que un niño tiene hacia su muñeca. Por su parte, Delia Casanova interpreta a Clara, una burócrata casada que vive abrumada por la tristeza de un matrimonio y una maternidad infelices.
El primer encuentro físico entre ambos es potenciado por una melodía tocada al piano con una ternura únicamente equiparable a la que emanan estos dos personajes, sumidos en mundos sórdidos en los que su encuentro es un auténtico milagro. “El mar chupa las lágrimas”, dice Clara después de partir acompañada por una densa pieza musical de cuerdas que “chupa” las notas del piano como el mar al llanto.
La corriente de ese despiadado mar llevaría a Ripstein, Garciadiego y a Lucía de la Ciudad de México hasta los cabarets, cantinas, bares y puertos en las costas mexicanas en los que se filmaría la tercera versión de La mujer del puerto (1991). Armada de su inseparable piano, Lucía compuso melodías que, a estas alturas, ya no guardaban esperanza alguna. La sofocación de la ilusión que experimenta Perla (Evangelina Sosa) al percatarse que se ha enamorado de su hermano (Damián Alcázar), a pesar de las advertencias de su madre (Patricia Reyes Spíndola), es transmitida con gran fidelidad por el delicado equilibrio entre las atmósferas visuales, verbales y aurales en un entorno muy duro. Narrada mediante tres puntos de vista, La mujer del puerto atrapa los deslices de la memoria, tan traicionera como noble, en los que la música también se arrincona, no sin contar, como los protagonistas, su propia versión de la historia.
“Es el juego de la vida, como viene se nos va”. La frase que viene casi al final de El imperio de la fortuna resuena tanto en Principio y fin (1993) como la música de Lucía en ambas películas, particularmente en dos escenas que involucran un carrusel: en la primera, Guama Botero (Alberto Estrella) aparece cantando felizmente mientras se sube a los caballitos. En la segunda, después de tener problemas con un delincuente, Guama es asesinado y su cuerpo se desploma sobre el mismo carrusel, que gira con la misma velocidad que en la escena anterior, al ritmo de la operática música de Lucía.
Ese sentimiento de tragedia operística permea toda la película –que cita además al Rigoletto de Verdi–, una de las más ambiciosas en la carrera de Ripstein, en la que la música aparece cuando muere el patriarca de la familia Botero, tomando una presencia inusual en forma de música de cuerdas, como chelo o violín, y acompañando los derroteros que toman Gabriel (Ernesto Laguardia), Nicolás (Bruno Bichir), Guama y la viuda doña Ignacia (Julieta Egurrola). Esta épica familiar representó un reto para todo el equipo de producción del cineasta, particularmente para Lucía, dado que se filmó casi al mismo tiempo que otra película con un tesón distinto, pero igual de ambiciosa: un recuento ficcional de la vida de la cantante Lucha Reyes.
“Una canta y ya”, dice Lucha Reyes (Patricia Reyes Spíndola) mientras se pasea entre cantinas, canciones y amores en La reina de la noche (1993), película con la que Lucía terminaría su vínculo profesional con Arturo Ripstein, compartiendo créditos con Schubert, Wagner y Puccini. En esta película, Lucía nuevamente trabajó de forma estrecha con Paz Alicia Garciadiego, quien escribió la letra de las canciones para las que compuso la música, todas en la voz de Betsy Pecanins.
“A las letras de Paz no se les mueve ni una coma”, le decía siempre Arturo a Lucía, quien, ante la peculiar belleza de las letras de las canciones, se ceñía sin problema a esa regla. Ella trabajaba sola la composición musical y tocaba al piano las propuestas que eran sometidas a la revisión de Ripstein. De todas las canciones que tuvo la oportunidad de musicalizar, es el tema Acaso, que formaba parte de la banda sonora de La reina de la noche, la preferida de Lucía y en la que Paz Alicia demostraba tener una aguda noción del ritmo para una canción que encierra el sentir de un corazón roto y un alma desgarrada por querer demasiado sin tener ninguna certeza:
CUARTO MOVIMIENTO
La luz del callejón
Durante sus años de colaboración con Ripstein, Lucía tuvo oportunidad de trabajar en otros proyectos. Aunque ella afirma que le hubiera gustado musicalizar una cinta del Santo, trabajó en el género de acción en películas como El patrullero (1991), de Alex Cox, para la cual compuso algunas canciones; y colaboró de nueva cuenta con Alberto Isaac, con quien había hecho su debut casi treinta años atrás, en la película ¡Maten al Chinto! (1988), con Pedro Armendáriz y Héctor Ortega. Lucía también afirma que le hubiera gustado trabajar en más comedias, género al que se acercó ligeramente en Un corazón para dos (1989), película dirigida por Sergio Véjar y estelarizada por Pedro Fernández, cuya música Lucía compuso en menos de una semana. En 1994, tras un año difícil y tenso con Arturo Ripstein y dos películas filmadas en un año, el productor Alfredo Ripstein, padre del cineasta, invitó a Lucía para trabajar en El callejón de los milagros, adaptación homónima de la novela de Naguib Mahfuz, escrita por Vicente Leñero y dirigida por Jorge Fons, película a la que Lucía le tendría después un afecto especial, ya que toda la música presente en la banda sonora es original. La película de Fons, estructurada en tres episodios que giran sobre los mismos personajes cambiando su perspectiva narrativa, representó para Lucía una paleta de posibilidades y un reto al mismo tiempo, trabajando con ligeras variaciones en algunos temas y combinando la música de cámara con los ritmos populares.
Aunque ya había aparecido tocando el piano en otras películas como Principio y fin, en la película de Fons, la presencia a cuadro de Lucía es definitiva. Ante lo sombrío del ambiente de la casa de citas donde trabaja Alma (Hayek), la matrona –interpretada por Inés Cuspineiro– le pide a la compositora que toque algo alegre, demostrando que la luz del callejón no era la que brillaba, sino la que sonaba.
“Estar en los rodajes me sensibiliza con la atmósfera. Afortunadamente me han permitido estar presente en la mayoría de las locaciones de las películas en las que he trabajado. Voy apuntando en mi guión dónde puedo poner la música. A veces me ayuda que los directores tengan ciertos fetiches musicales, como Ripstein con Perfume de gardenias, o cuando en la locación dan alguna instrucción a un actor o al fotógrafo haciendo referencia a una pieza musical”.
QUINTO MOVIMIENTO
Cuentos de hadas para dormir a Lucía
Sería hasta finales de la década, y del siglo mismo, cuando Lucía regresaría al cine de la mano del director Ignacio Ortiz para lo que sería quizá uno de sus trabajos musicales más ambiciosos: la película Cuento de hadas para dormir cocodrilos (2000), que resume el largo período comprendido entre la Guerra de Reforma y el nuevo milenio, pasando, por supuesto, por la Revolución Mexicana, a través de la mirada de Arcángel (Arturo Ríos), un hombre con un hijo autista que busca salvar a su familia de una maldición familiar.
En Cuentos de hadas… y en Mezcal (2004), los instrumentos y sus melodías se convierten en miembros de los viajes que emprenden tanto Arcángel como Laura (Ana Graham) y Antonio (Dagoberto Gama) en la segunda película que hizo con Ortiz. Las oscilaciones entre lo terrenal y lo onírico en ambas películas le permitieron a Lucía explorar la forma en la que la música pone, de cierta forma, una frontera entre ambos mundos, generalmente usando los instrumentos de viento para lo soñado, las cuerdas para lo real y las percusiones como transición, mezclándose con el sonido de las campanas y dándole un sonido particular al desierto, lo cual hace aún más audibles los aullidos de los coyotes.
Entre las muchas referencias que Ortiz le dio a Lucía para hacer la música de sus películas había una con la que pudo rendir homenaje a su compositor cinematográfico favorito: el italiano Nino Rota, famoso por sus colaboraciones con Federico Fellini, cuyos ecos son evidentes en la secuencia del teatro de sombras en Cuentos de hadas para dormir cocodrilos. Ahí también Lucía trabajó con un instrumento que tendría que conocer muy bien para su siguiente película: la trompeta. Las trompetas, presentes en las películas de Ortiz como una señal de la manifestación de la muerte son, en palabras de Lucía, “instrumentos que dan mucho espacio”, tanto así que, en un ámbito como el militar, la trompeta crea su propio lenguaje. En El atentado (2009), una de las películas insignia de la celebración del centenario de la Revolución Mexicana, Lucía tuvo la oportunidad de trabajar nuevamente con Jorge Fons para contar la historia del frustrado intento de asesinato a Porfirio Díaz por un dipsomaniaco en 1897, estelarizada por José María Yazpik, Daniel Giménez Cacho, Julio Bracho e Irene Azuela.
Para la creación de la música de la película de Fons, Lucía utilizó una banda militar especializada en toques marciales. Con la dedicación y rigor de un soldado, Lucía aprendió los toques de clarín que se escuchan en los campamentos castrenses, cada uno de los cuales tiene un significado distinto, habiendo uno que, inclusive, avisa la llegada del veterinario para revisar a los caballos. Lo mismo ocurre con el tambor, del cual hay alrededor de trescientas variedades de toques. Algunos de ellos fueron utilizadas en El atentado.
Sin embargo, y a pesar del tamaño de la producción, la experiencia de la película resultó agridulce para Lucía, quien acostumbrada a estar involucrada en el proceso de mezcla y regrabación de las películas en las que participaba, en este caso, le fue negada su participación en el proceso. Desafortunadamente, una parte significativa de la música que compuso quedó fuera de la película. Aun así, lo que subsistió da muestra inequívoca de la experiencia y minuciosidad de una artista fundamental en hacer sonar al cine mexicano durante los últimos cincuenta años.
“Mis alumnos siempre me dicen, desde la primera clase, que les gustaría ‘hacer música para cine’ y siempre les pregunto: ¿Para cuál cine? Ellos quieren hacer La guerra de las galaxias, Terminator, Superman… están encandilados con el cine gringo de gran formato, el cine épico. Ese tipo de películas para las que aspiran componer no se hace en México. La música de nuestro cine es mucho más sobria, más módica, más refinada, no por eso menos calificada”.
CODA
—Ya estás vieja, Caponera…
—¿Por qué el tiempo tiene que ser más difícil para mí que para ustedes?…
Ya han transcurrido más de diez años desde la última película en la que Lucía participó como compositora, sin embargo, su trabajo se sigue extendiendo en la docencia –como hizo la Caponera en El imperio de la fortuna–, ampliando su legado en algo tan noble como la enseñanza musical, particularmente de música acústica, tradición a la que Lucía se adhiere con notable fidelidad, con reticencia al uso de aparatos o dispositivos más modernos o sofisticados que ciertamente facilitan el trabajo, pero que inevitablemente pierden cualidades sonoras que son valiosas. Hay algo que el ingeniero de sonido David Baksht le dijo a Lucía una vez que se quedaron trabajando solos: “El mundo está lleno de sonidos. El mundo no tiene silencios absolutos, la música se puede escuchar incluso a cuatro cuadras de distancia”.
En una escena de Mentiras piadosas, una rocola, a la que le echan unas monedas, suena en una cantina. Comienza a escucharse Perfume de gardenias, y Alonso Echánove y Delia Casanova salen bailando del establecimiento a la calle mojada. Lucía pidió, en la regrabación, que se subiera el volumen en lugar de reducirlo, porque la música también es ficción, y aquí, la música se va con ellos, aunque esté en contra de la lógica acústica.
Para Lucía, lo más útil y placentero es siempre encontrar directores que sepan qué es lo que quieren, mientras que aquellos que creen que lo saben suelen ser los más peligrosos. Para ella, lo óptimo es acudir a los rodajes, a las locaciones y activar su “radar”, escuchar todo lo que se dice, capturar cierta atmósfera sonora y empezar a crear una melodía en la cabeza o a través de las indicaciones precisas que el director o alguno de los colaboradores artísticos pueda sugerir. Así van surgiendo pautas o directrices para llegar a propuestas, como la de aumentar el volumen de la música aun cuando los personajes se alejen de ella, para volverse –junto con ellos– ficción pura.
Ideas y gestos así han hecho posible el renacimiento del arte después de grandes catástrofes como aquella en la que estamos actualmente inmersos. Lucía se pregunta: ¿quién es artista ahora?, y ¿por qué es necesario entender el contexto del arte? Pensando en una obra como Las meninas, de Velázquez, en la cabeza de Lucía surgen muchas preguntas en torno a la composición del cuadro y la forma en la que este se expande más allá de sus dos dimensiones, generando un estado en el que se suspende la racionalidad y la obra abruma hasta inundar los sentidos. Para la compositora mexicana el arte es así. Surge cuando se deja de lado la apreciación y solamente comienza cuando se deja de ver y escuchar para empezar a sentir. Componer, se convierte entonces, en una ruta para la emoción, que, en palabras de Lucía, “no se estudia ni se enseña, se descubre, usando, más que los oídos, el corazón”.
FILMOGRAFÍA
1971 Los días del amor (D: Alberto Isaac)
Ganadora del Ariel a mejor música de fondo, 1973
1972 Crónica de un amor (D: Toni Sbert)
1973 La montaña del diablo (D: Juan Andrés Bueno) 1974 Don Herculano enamorado (D: Mario Hernández) 1976 Pasajeros en tránsito (D: Jaime Casillas)
Nominada al Ariel a mejor música de fondo, 1978
1977 Divinas palabras (D: Juan Ibáñez)
1977 La mujer perfecta (D: Juan Manuel Torres)
1985 El imperio de la fortuna (D: Arturo Ripstein)
Nominada al Ariel a mejor tema musical, 1987
1988 Mentiras piadosas (D: Arturo Ripstein)
1988 ¡Maten a Chinto! El violento (D: Alberto Isaac)
1989 Un corazón para dos (D: Sergio Vejar)
1990 Cuantas viejas quieras (D: Moisés Ortiz Urquidi) / c.m. 1991 El patrullero / Highway Patrolman (D: Alex Cox) 1991 La mujer del puerto (D: Arturo Ripstein)
1992 Cita en el Paraíso (D: Moisés Ortiz Urquidi) / c.m. 1993 Principio y fin (D: Arturo Ripstein)
Nominada al Ariel a mejor tema musical, 1994
1993 La reina de la noche (D: Arturo Ripstein)
Ganadora del Ariel a mejor canción escrita especialmente para cine, 1996
Nominada al Ariel a mejor música de fondo, 1996
1994 El callejón de los milagros (D: Jorge Fons)
Ganadora del Ariel a mejor canción escrita especialmente para cine, 1995
Ganadora del Ariel a mejor música de fondo, 1995
1997 La maceta (D: Javier Patrón) / c. m.
2000 Otilia Rauda, la mujer del pueblo (D: Dana Rotberg) 2000 La casa de enfrente (D: Tonatiuh Martínez) / c.m. 2000 Cuento de hadas para dormir cocodrilos (D: Ignacio Ortiz)
Ganadora del Ariel a mejor música compuesta para cine, 2002 2003 Cuidado con el tren (D: Ignacio Ortiz) / c.m.
2004 Mezcal (D: Ignacio Ortiz)
Ganadora del Ariel a mejor música compuesta para cine, 2006 2007 El camino a donde yo voy (D: María Fernanda Rivero) 2009 El atentado (D: Jorge Fons)
DISCOGRAFÍA CINEMATOGRÁFICA
1994
La reina de la noche
Milan Records / BMG / Mid 0025
1995
El callejón de los milagros
Milan Records / BMG / Mid 0061
Referencias
↑1 | Texto publicado originalmente por la Academia de Artes y Ciencias Cintematográficas AMACC | Textos de la Academía #7 |
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