lavista ca.1970 -sonus
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Mario Lavista. Un nuevo compositor

Juan Vicente Melo

Mario Lavista: México, 1943. (Entre paréntesis: no resulta obvio repetir que Héctor Quintanar ha tenido la feliz idea de reparar una falta que se antojaba irremediable: la de llamar a los jóvenes músicos, ofrecerles la prueba de fuego necesaria para que su obra llegue al auditor, hacer que estos autores ingresen al sagrado recinto de Bellas Artes.) La obra que presentaba Mario Lavista era un Monólogo para barítono y un pequeño conjunto instrumental basado en un fragmento del Diario de un loco , de Gogol. En anteriores ocasiones, Lavista había ofrecido algunas muestras –que desconocemos– de su trabajo como alumno del Taller de Creación Muical que fundara Carlos Chávez y que ahora se halla en las manos de Héctor Quintanar. El propio Lavista nos informa que se trataba de estrictas «tareas», de indispensables «ejercicios» concebidos en el Taller y en calidad de alumno. (Lo mismo sucedió con otras obras concebidas por los componentes de eses «grupo sin grupo».) Su Monólogo fue, por tanto, su presentación –digamos– «oficial».

Nos encontramos, entonces, ante un autor de talento, de quien –en un tiempo más o menos breve o largo– podría esperarse mucho. El Monólogo , por lo pronto, fue una de las «jóvenes» obras mexicanas más interesantes que pudieron escucharse en ese Festival. A eso que se ha dado en llamar «talento natural» (o «Innato») –como si existiera el talento «artificial»– se advertía a un músico de gran sensibilidad, inquieto, deseoso de decir , sin caer en fáciles efectismos ni en no menos gratuitos procedimientos de vanguardia que ya van convirtiéndose en inevitables y reconocibles clisés. Sin embargo, privaban los naturales balbuceos y, sobre todo, un tratamiento de la voz humana –a la vez palabra hablada y cantada e instrumento orquestal– un tanto ingenuo. Acaso, esa deficiencia se debiera a la elección del texto de Gogol que ofrecía una complejidad extrema para un compositor todavía no muy experimentado en esos terrenos; acaso, también –o por esta sola razón– a que su intérprete (cantante narrador) Roberto Bañuelas, dijo de su parte –motivo y razón de la obra– como si se tratara de una aria de Madame Butterfly o del texto de un joven que, una hermosa noche de verano, describe el proceso que determina el paroxismo de su terrorífica, maravillosa locura. A unos cuantos meses de distancia, Mario Lavista insiste en que la voz humana sea el personaje principal de una nueva obra suya y el resultado es sorprendente.

En su tercera –actual– serie de conciertos sabatinos, la Casa del Lago encargó, especialmente una obra a cada uno de seis jóvenes compositores mexicanos: Lavista, Enríquez, Mata, Kuri, Cosío, Gutiérrez Heras. Las Dos canciones para mezzosoprano y cémbalo de Mario Lavista ha sido el primer estreno. Los textos están basados en poemas de Octavio Paz incluidos en Salamandra («Palpar» y «Reversible»). Por principio de cuentas, la elección del poeta es, ya, un acierto. Así como García Lorca constituye el lugar común para que, después de Revueltas y Salvador Moreno, se caiga en el «lugar Poético» (olvidándose de otros poetas españoles, excepto Gutiérrez Heras que «descubrió» la existencia de Emilio Prados) estimo –acaso me equivoco por ignorarlo– que, hasta ahora, ningún compositor mexicano se había acordado de la existencia de Octavio Paz, uno de los poetas que más y mayores «recursos» ofrecen a la creación musical. Las Dos canciones de Mario Lavista recrean y, a la vez, reinventan, el mundo de Paz, ese eterno combate contra la palabra que determina la realidad. Por una parte, Mario Lavista participa de eso que Juan García Ponce, con acierto, mira en la poesía de Paz: «reconocer el principio sagrado de la vida»… «obra esencialmente personal y biográfica»… y de nuevo, lucha contra la palabra y al fin «capacidad de consagrar la realidad a través de la palabra». La imagen en espejo que es Reversible, permite a Mario Lavista traducir en estado perpetuo de palabra el instante fugaz en que esa palabra se traduce. En su poema, Octavio Paz nos propone una imagen musical –de orden estrictamene musical, de un procedimiento muy en boga (ahora)–; en su música, Lavista, además de transmitirnos esa imagen «en espejo» –yo soy ahora, ahora soy yo– nos ofrece un tratamiento de la voz –de la palabra– que constituye un positivo acierto. Acaso en «Palpar», la primera de las Dos canciones , ese modo de obligar a que la voz (la palabra) sea un órgano para hablar, para cantar, para explotar, para glisar , para conducir al silencio, al murmullo, al grito, al origen mismo de música, no se logra plenamente. Sí, en cambio, en Reversible que, insistimos, por la naturaleza misma del poema, le permite ser, al mismo tiempo, un alto y un siga, un verde y un rojo, un silencio y un grito, «esa suerte de teofanía o aparición» de que habla el propio Paz. Por otra parte, el cémbalo –instrumento insólito para acompañar estos poemas– ha sido «explotado» en todos sus recursos en cuanto a timbres, intensidades, sonoridad, desempeñando el difícil papel de mediador, aceptando la palabra y contradiciéndola, unificándose con ella en el matrimonio y el combate, revelando al público auditor lo que poeta músico sin proponérselo –puesto que no se conocen – se propusieron.

La preocupación de Mario Lavista por la voz humana es indudable: del incipiento Monólogo a estas dos espléndidas Canciones con textos de Octavio Paz, nos conducirá ahora, a una obra «mayor» –mayor en proporciones– una especie de «Cantata» para narrador y coro mixto con fragmento de «ese» Cómo es, de Samuel Becket que admirablemente tradujo José Emilio Pacheco. No podemos anticipar los resultados de este «experimento». Lo cierto es que, con estas Dos canciones , Mario Lavista es, a los 23 años, un compositor que debe ya contar en la historia de la música mexicana (esa, la verdadera, que algún día tendrá que escribirse).

No podemos silenciar la magnífica interpretación de Margarita González. Todo el mundo musical mexicano está de acuerdo –al fin: por primera vez– que, aquí, no contamos con cantante alguna capaz de enfrentarse con partituras de esta índole. Su técnica, su sensibilidad, su riqueza tímbrica, la emoción que sabe transmitir al público no tienen comparación porque es un caso único. Ahora se halla en el perfecto momento de su madurez como cantante, lo mismo si se trata del Pierrot lunaire que del Viaje de invierno, de las Canciones de Debussy o las de Mario Lavista. Margarita González canta, dice, murmura, silencia, combate con las palabras desde una «altura», como cantante, que merecía mayores reconocimientos. (Por lo pronto –y acaso sea lo más importante–, se lo otorgan los compositores: todos quieren que ella sea su portavoz.)

Por su parte, María Elena Barrientos, con el talento, la sobriedad y la técnica que la caracterizan, fue quien acompañó (es decir: participó) ejemplarmente a Margarita González en las Canciones de Lavista y en una de las más hermosas Sonatas de Bach que interpretó uno de nuestros mejores músicos: Rubén Islas, quien, además, fue solista del hermoso, alegre, reconfortante, nunca viejo Concerto llamado «Il Cardelino» del gran viejo Vivaldi. La Orquesta de Cámara Miguel Bernal Jiménez de la Escuela Nacional de Música de la UNAM, se hizo cargo de la obra de Vivaldi además del Concerto llamado de «Navidad» de Corelli.

CM. 12-X-66

Publicado en
Juan Vicente Melo, Notas sin música, Colección Popular 428, Fondo de Cultura Económica, 1990, pp. 145-148

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