Gilda Castillo. Pintura y Monotipos
Talleres de Arte Contemporáneo Taco A.C. en Hidalgo #14, Centro de Tlalpan.
Vicente Rojo Cama y Armando Contreras Labarga fueron convocados por Gilda Castillo para sonorizar las tres salas en las que fue montada su exposición, Pintura y Monotipos. La exposición consta de óleos sobre tela, monotipos y mixtas sobre papel. En esa misma ocasión presentaron el libro llamado Un piano fuera de sí, proyecto realizado en coautoría entre Gilda Castillo y Armando Contreras que consta de grabados en linóleo que parten de la deconstrucción de un piano y textos impresos en serigrafía.
A continuación les compartimos los textos de presentación a cargo de Jaime Moreno Villarreal y Rodrigo Flores Herrasti, así como la música, imágenes de la exposición y una entrevista con Armando Contreras. Que las disfruten.
Oro humo
Es un buen piano alemán, vertical, negro laqueado. No recuerdo la marca, pero seguro que las letras son color de oro humo. La familia ha decidido no venderlo porque, según la esperanza que pervive, algún sobrino o nieto querrá tomar clases y estudiar sus lecciones. El piano se confina. Es tan sólido. Semeja una caja mortuoria, con su pequeña cerradura de llave en la tapa que invita a los niños a espiar. No se ve nada, sólo se presiente.
Será el piano de las reuniones. Está ahí exclusivamente para que, después de una comilona, todos crucen hacia la sala y se distribuyan en hemiciclo. Algunos fumarán afuera, alzarán la voz, se acordarán de nombres de gente muerta, sus exhalaciones perderán euforia. El piano calla. Habría que haber invitado a alguien que lo tocara. Imperceptiblemente, la caja armónica vibra reverberando las conversaciones. El piano mudo provee el sentimiento musical de la velada, anima a todos, es más que el simple mueble para la copa derramada que le escoria el barniz. El asiento giratorio del pianista se ha vuelto mesita para el café y el brandy. El piano está tenso. Sus pedales levitan a escasos centímetros del suelo. Un verde paño octavado bajo su tapa guarda el aroma de un mundo que se llevará consigo la mudanza. El piano se desprende, se eleva y disipa en el aire.
Es el piano que ocupaba el nudo de la casa. No necesitaba sonar porque su virtud concentraba los arrebatos, la cuenta de los años, los enamoramientos, la incomprensión y la fatiga. Era el nudo de todos los enlaces, el nudo ciego. El piano conserva la tristeza de todo lo que pudo ser. Irá a dar a un almacén de pianos. Aunque no se dé cuenta, el extraño que llega a comprarlo, adquiere con él una sonata patética.
Es un piano inservible. Sólo adorna una pared. Era antiguo y barato y feo, pero estaba recién barnizado. El comerciante que lo vendió garantizaba la maquinaria, y calculaba convincentemente, con dedos de ebanista, que sería útil otros diez años. Un piano un poco sordo, con huellas de polilla en su armadura, pero con un hermoso teclado de marfil. A los dos meses de adquirido, el señor afinador previno honestamente que se iba a estar desafinando cada mes, pues requería cambio de todas las clavijas al número 6, juego por cierto inconseguible. Nunca se volvió a afinar. En las noches, con queja, con música extraña, truenan sus maderas, las viejas cuerdas se destensan y un timbre sensible despeja su canto desairado.
Es el piano de un mantón de Manila. A veces, el de un busto de Beethoven. A veces, el piano de dos candeleros. A veces, el de las fotos de familia. O el piano del metrónomo de Mälzel. O el de una partitura siempre cerrada sobre el retril, un nocturno, que con el tiempo se va inclinando hacia el teclado hasta caer al piso. Un día, una sábana blanca resguardará a este piano del polvo.
No, es el piano nuevecito. El pianista lo practicó de niño, lo abandonó luego por flojera, por ir a jugar futbol, o porque de plano no entendió una partitura, porque la maestra cambió de domicilio, en fin, hay razones como legiones. Ahora que tiene recursos, compra un piano flamante. Habrá que conseguir un maestro del conservatorio. El comprador ya sabe qué piezas quiere tocar. Desde hace años las colecciona en las versiones de los mejores intérpretes. Piensa registrar en audio sus propias interpretaciones, probablemente intentará también componer alguna cosilla. Como regalo de la vida, hace unos días dio con su viejo método Beyer en el fondo de un cajón. No pudo ser casualidad, el mundo nos obsequia las idas y las vueltas. Un piano nuevo debe ser una inversión, como anunciaba la Sala Chopin. Una inversión que de verdad invierta, que ponga de pie lo que estaba de cabeza.
A veces, es un piano de cola de color blanco, y está colocado en medio del recibidor, con los dientes orientados hacia la puerta de ingreso bajo el gran candelabro encendido en una noche de gala. Pero también puede ser un pianito de estudio, la pura caja ya sin maquinaria, pintada de azul celeste con nubes para hacer juego con los sillones, o puede estar pintado de rosa mexicano y ser un auténtico trofeo florido de la década de la psicodelia, cuando sirvió para alojar considerables huatos a la espera de verdes pasteles, o puede estar vuelto a terminar en barniz caoba bajo un espejo de sala: al abrirlo se revelará acondicionado como bar para el festín. O puede ser uno de esos pianos torturados de salón de usos múltiples, un pianoforte sentenciado a llorar de humedad, a desencordarse, ofendido de alcanfor y cagarrutas de ratones. “No tocar el piano”: atención, el piano no debe tocarse. Está absolutamente solo al lado de la tarima. Es un magnífico piano dormido, afinarlo cuesta una barbaridad. Espera al príncipe que habrá de tocarlo. Esa idea de que es muy educativo poner niños a aporrear clusters con los puños, no va con la administración. Hoy por hoy lo único útil que conserva este mueble negro es un número de inventario.
Ah, es un piano de reflejos. En la noche, a la luz de una ventana, su laca enciende un aceite o una llovizna, y en el tablero se dibuja algo como la caligrafía de una heladería italiana, casi de escarcha y rojo, escaparate de Navidad, el piano va haciendo un largo camino bajo el frío, flota en la inundación, se encarrila a sensaciones de andén o prende una linterna que se aleja en reversa, y luego marcha hacia la costa hasta arribar al puerto donde duermen y se despiden los barcos. Las caras de los niños ahogados se acercan sumergidas en lo negro, oscilando al ritmo de las aguas, zozobrando. Grandes peces cruzan rozándolos.
Jaime Moreno Villarreal
FIN, HADO Y AFINADO
Sobre Un piano fuera de sí, de Gilda Castillo y Armando Contreras
No es inusual encontrar en música piezas o sonatas para dos instrumentos (son proverbiales las de Beethoven interpretadas por Argerich y Kramer, por ejemplo), mas no estamos familiarizados con piezas diseñadas para descomponer un instrumento. En ese tenor, Un piano fuera de sí merece especial atención, pues Gilda Castillo y Armando Contreras sincronizan sus voluntades creativas para fragmentar dos lenguajes fuertemente cohesionados —el de la palabra y el de la representación plástica—, al tiempo que se plantan con gesto irreverente ante uno de los órdenes más dados de la cultura general: las notas de una octava.
Dentro de las genealogías literarias, Un piano fuera de sí se une a las familias de Gómez de la Serna, Nicolás Guillén, Villaurrutia, Efraín Huerta o Kurt Schwitters. La militancia celosamente estética de estos radicales del lenguaje buscó explorar —pero también explotar— un desarraigo jovial en el idioma. En sus respectivos momentos y desde sus específicas circunstancias, estos creadores decidieron plantarle cara a una tediosa y rancia necedad por obligadamente obtener de las palabras un significado y, con ello, un ancla racional no muy imaginativa, francamente tibia.
Al descolocar y volver a montar las notas de una escala, Un piano fuera de sí devuelve el énfasis hacia el potencial ejecutante, quien también es el escucha, lector u observador. La idea de ir “más allá del sí” —es decir, más allá del terreno singular, pero también de la ortodoxia de cualquier disciplina aislada— implica una expansión que se manifiesta desde las primeras oraciones: Nada como ser tocado, se lee, y el alcance de este tacto y de esta interpretación no se limita a la pasividad de un instrumento o a una partitura pretendidamente neutra. La base de calambures y anfibologías que sostienen la vía verbal de esta colaboración no se agota con el puro ornato retórico, sino que pone el foco en quien goza o sufre una pieza estética (musical, plástica, poética…); es decir, en quien presta su pathos a la creatividad, con toda ambivalencia y juegos de sentido que el caso ofrece.
A sabiendas que el camino de la música también es el de la danza, Un piano fuera de sí apunta en cierto momento el sendero hacia lo onírico: Al sueño valseando y Al sueño balseando, dice, en frase repetida y escrita con las dos “bes” que conoce el abecedario. Entre el zigzag de las cadencias a las que este verso refiere —puntual como vals o errabunda sobre una corriente—, se asoman las siluetas negras y fragmentadas de los linóleos de Gilda Castillo, y arman ellas flotilla de embarcaciones para río, las cuales parecen bien-temperar sus formas en tanto derivan por el libro. La alternancia entre cohesión y desarticulación que libremente desarrolla el correlato gráfico de Un piano… recuerda algunos referentes, tales como las publicaciones de los poetas estridentistas mexicanos (con grabados de Ramón Alva de la Canal, Jean Charlot o Gabriel Fernández Ledesma), pero también a la emoción editorial e icónica del futurismo ruso. Menciono un caso específico, el de Dlia Golosa, o A la voz, una antología de poemas de Vladimir Maiakovski compilada y diseñada por el artista El Lissitzky en 1923.
Un piano… tendría, también, parentesco con la tradición de los pianos preparados, muy particularmente con lo acontecido en 1962, en uno de los célebres festivales de música experimental de Wiesbaden enmarcados dentro del movimiento Fluxus. Por entonces, su principal impulsor, George Maciunas, junto con otros artistas no menos iconoclastas interpretaron de manera muy propia un score del compositor Philip Corner. Muy en la vía de John Cage, la partitura de Corner —quien no pudo asistir a la presentación— buscaba que los intérpretes dieran forma a una composición “coherente” a partir de una serie de sonidos que él vaticinaba podrían ser extraídos de un piano. Los ejecutantes asumieron de manera muy cabal la libertad que les delegaban las instrucciones de Corner, quien reaccionó con auténtico azoro al conocer el resultado del performance, simplemente porque la pieza sonora se obtuvo tras rayar, martillar, rasgar, frotar, serruchar, impactar y, finalmente, destruir el instrumento.
Es en el espacio editorial donde este piano único, el de Castillo y Contreras, experimenta su nueva voz. La publicación permite que estos dos lenguajes se re-articulen. Aunque pueda parecer que el formato libresco alberga un espectro limitado de acción, la inquietud que Un piano fuera de sí proyecta en quien lo recibe no es menor. La lógica de las asociaciones sorprendentes que vienen tras desmembrar lo obvio y esperado es rápidamente adoptada cuando se desenvuelve este biombo. ¿Cómo sonarían —queremos imaginar— las siluetas de unas clavijas? ¿Qué sombra proyectaría esa La mayor SOLitaria que se acompasa ya hacia el final? El desenfadado aliciente que despliega este piano abierto parece conducirnos a una coda suspensiva, sin remate ni conclusión o cadencia de cierre, pues la música que juntos tocan Gilda y Armando no goza —afortunadamente— de sentido literal.
Rodrigo Flores Herrasti
Tlalpan, 2022
Entrevistamos al compositor Armando Contreras sobre la colaboración con la pintora Gilda Castillo y el compositor Vicente Rojo Cama que se puede visitar en https://es-la.facebook.com/tacoarte/