—¡Ja ja ja! Así es mi estimado señor Q. Os aseguro que ni usted lo hubiese imaginado y ahora, pasados más de diez años, nadie en el pueblo lo imagina; es probable que ya nadie esté pensando en todo aquello.
Así clausuraba el señor T las últimas palabras que cruzaría con el señor Q, mientras ataba el último cordón del paquete de manuscritos que colocaría bajo su brazo para luego marcharse a Madrid y aprovecharse de la fama que había construido en esos diez años.
Pero qué lector curioso, lo que se dice verdaderamente curioso, podría sobrevivir al primer párrafo sin sentir que la intriga se apodera de su cabeza demandando una explicación. Es por ello que nos vemos en la necesidad de explicar qué es todo eso que ya nadie en el pueblo imagina y en lo que ya nadie está pensando…
Vayamos tiempo atrás. En el calendario corría el 1 de marzo de 1733, en la Villa de Elche el telón impuesto por la luna ya se había levantado y con tenues rayos de sol se gastaba un mañana “tranquila” como cualquier otra, ¡Ah! pero estimado lector, no se deje engañar por aquello de tranquila; las mañanas ilicitanas, las comunes y corrientes, estaban siempre rodeadas de gotas de agua y de grandes ventiscas; de chubascos ligeros que a largo plazo terminaban por empapar a los habitantes y de una humedad irrespirable causada por los caprichos del Mediterráneo. Con todo ello, uno que otro accidente y una que otra muerte a causa de los desasosiegos climáticos, eran también pan de cada día en las mañanas de Elche.
Bueno, pero volvamos al primero de marzo. Aquel día el Licenciado J, como de costumbre, tomaba una buena taza de chocolate antes de emprender camino a la Basílica de Santa María de Elche. Estos muros conformaban el corazón arquitectónico de las celebraciones litúrgicas de la villa y eran también el lugar donde el Señor J exhibía sus mejores composiciones. En la misa diaria pero también en la propia, el compositor se encargaba de hacer lucir, con rimbombantes sonoridades, a la capilla musical del pueblo alicantino; en otras palabras, el Sr. J ocupaba el codiciado cargo de maestro de capilla de la Basílica de Santa María.
No obstante, el Licenciado no contaba con que esa mañana no podría llegar hasta el pórtico de la basílica, pues minutos antes de alcanzar su destino, caería muerto sobre las mojadas calles ilicitanas. No cabía la menor duda, el mal tiempo de la villa había cobrado una víctima más; el Sr. J había sido arrastrado por los fuertes vientos hasta caer contra el suelo y morir al instante. O eso fue lo que dijeron los médicos y los infalibles chismosos que siempre hay en toda ciudad y en toda época.
El chisme se repitió de boca en boca sin que nadie se cuestionase las causas de la muerte del Sr. J y pasados unos meses, la noticia quedaría en el olvido.
—¡Pero vaya momento que ha escogido el Sr J. para morirse! — exclamaba el Sr. P, obispo y encargado del cabildo de la basílica y quien, abrumado por la muerte del maestro, necesitaba encontrar prontamente un buen reemplazo.
La Festa, celebrada en el mes de agosto y donde por medio de un oratorio musical se representaba el milagro de la Asunción, requería siempre más de medio año de preparativos. Siendo esta una tradición que se había conservado por siglos en la villa y siendo la fiesta litúrgica más importante del pueblo, el Sr. P se sentía en gran responsabilidad y en tremendo aprieto.
De no conseguir un buen reemplazo, ya podía escuchar las críticas y quejas de sus superiores —Pero P, cómo es posible que bajo vuestras manos la Festa haya sonado tan mal este año— diría el Arzobispo N; por su parte, también ya podía escuchar al Arzobispo B: —Lo sabía, lo sabía, la carga era demasiada para P. ¡Cómo ha podido llegar a tan alto puesto con tan poca capacidad!
Sin embargo, de manera sorpresiva, al día siguiente, 2 de marzo, apareció el señor H, anunciando que el señor L, natural de la ciudad de Lorca, tomaría el lugar del Sr. J. Algo andaba mal, el Sr. P no estaba convencido del talento del señor L y habría de buscar alguna manera de removerlo del puesto… y pronto surgió un buen argumento.
El Sr. P alegaba al señor H que, de acuerdo con el contrato entre la villa y la iglesia: “el maestro de capilla, el organista, el arpista y los dos sochantres de la iglesia de Santa María hayan de ser elegidos por el obispo [o sea el mismísimo Sr. P], precediendo examen, concurso y edicto y si no se hallasen hijos naturales de la villa de Elche aptos para esto, se podrán admitir otros que no lo sean”.
Entonces, siendo el Sr. L hijo de la ciudad de Lorca y al no haber sido antes examinado por el obispo, no debía ser éste, el Sr. L, el mejor candidato al puesto. Haciendo uso de sus influencias y del alto mando que delegaban sus ropajes eclesiásticos, pasados unas semanas, el Sr. P impuso al Lic. G.
Inconformes los unos y los otros, por los siguientes tres años una serie de dimes y diretes se desataron entre los dos candidatos, el obispo y el Ayuntamiento, quien era representado por el Sr. H.
Para 1736 el Sr. L, quien aparentemente había ganado la disputa, entre tanta parafernalia política y burocrática había también descuidado sus labores como maestro de capilla. Como consecuencia, los preparativos sonoros de la Festa en dichos años estaban lejos de enorgullecer al cabildo, al Ayuntamiento, al pueblo e incluso a los representantes de la fábrica parroquial, patrocinadores mayoritarios de dicha celebración.
Molesto el Sr. H retiró sus favores al Sr. L y propuso entonces al Sr. M. Sin embargo, la fábrica parroquial, quien poco a poco había ido tomando parte del problema, buscaba dar otra oportunidad al Sr. L; el obispo por su parte, no movía el dedo del renglón con el Sr. G.
En conclusión y para no hacer el cuento largo: la parroquia reconocía como maestro a L. El obispo seguía tratando de imponer a G. Pero finalmente, en 1738 el Ayuntamiento, impuso a M como maestro interino por ser el músico más antiguo.
No obstante, las circunstancias eran ya, una riña personal entre todos los implicados. Con zancadillas y trampas por aquí y por allá, M no duró más que algunos cuantos años en el puesto. ¿Y qué pasaba con la Festa? Para desgracia de todos los involucrados la música de las celebraciones marianas no hacía más que pasar de lo malo a lo peor, de lo medianamente consonante a lo enteramente disonante.
Durante los cuatro años siguientes, se contrató una gran cantidad de maestros interinos que se iban tan pronto como llegaban. Así, la Basílica vio desfilar a los señores X, Y y Z sin que ninguno lograra convencer al obispo, al señor H y a la fábrica parroquial de manera unánime.
Desesperados todos, la mañana del 23 de diciembre de 1744, apareció en las oficinas del cabildo, un joven de pasado desconocido y de fama carente pero que reflejaba un aspecto sereno y agradable a la vista. Era el Sr. T, en ese entonces el joven T. Desenvolviendo una gran cantidad de manuscritos se presentó ante el Sr. P y mostró todas y cada una de sus composiciones; aunque poco habló de su historia y tampoco aseguró ser un hijo natural de la villa de Elche, algo había en él y en su música que resultaba familiar y convincente para el Sr. P.
En plan de tregua, este último, llevó al joven T ante el ayuntamiento y los encargados de la fábrica parroquial. Todos tarareaban la música en las particellas y asintiendo con la cabeza expresaban gestos de conformidad —Qué buena música— decía H; —Hace años que esta pericia no se veía en una pluma pautada— decía el Sr. P.
Nadie sabía dar razón de lo sucedido, pero todos se manifestaban complacidos con la música de T; en realidad, nadie se percataba de que la música tarareada era en extremo similar a aquella que solía componer el Sr. J y que era por ello que les resultaba tan familiar y tan agradable. Conmovidos por la buena música, ese mismo 23 de diciembre otorgaron la plaza de maestro de capilla al joven T sin cuestionar el pasado del muchacho.
Si tan sólo alguien hubiera hurgado un poco en su historia habría descubierto que T era un sirviente conflictivo y malhumorado del Sr. J. con quien reñía todo el tiempo y al que le guardaba rencores profundos. Y aunque el maestro había tenido a bien despedirlo por más de una ocasión, compadeciendo su estado pobre y miserable terminaba por recontratarlo una y otra vez. —Además, hace un chocolate exquisito— decía el Sr. J para sí, como convenciéndose de que había razones para conservar al joven.
Nadie hubiera imaginado que el último chocolate del Sr. J tenía una relación directa con su muerte; el mal tiempo era una explicación más lógica. Y tampoco nadie hubiera imaginado que quizá, sólo quizá, el Señor T, pasó mucho tiempo planeando su aparición ante la basílica, el suficiente como para que ya nadie pudiera reconocer con precisión las melodías, un tanto modificadas, del Sr. J.
[Léase esta parte a manera de la información que se ofrece hasta el final en las producciones cinematográficas que están basadas en hechos reales]
Esta historia, aunque ficticia, parte de hechos reales. Las riñas entre el obispo, la Basílica y el Ayuntamiento, sucedidas desde 1733 a 1744, debido a la imposibilidad por encontrar un maestro de capilla adecuado para encargarse de la Festa, son verídicas y la historia con el contexto completo puede encontrarse en la tesis de Pacheco Mozas, La festa en los siglos XVII, XVIII y XIX. Estudio del misterio de Elche a través de los libros de cuentas y las partituras conservadas (2014).
El “inocente” joven T está inspirado en mis investigaciones en torno a la vida de Tomás Ochando. Aunque es verdad que él se queda con el cargo a partir de 1744 y que con su aparición las riñas y los conflictos parecen cesar después de más de diez años, la idea de un personaje oscuro que busca suceder en el cargo a su maestro a través de un asesinato es totalmente ficticia. De hecho, después de varios años de investigación, pudo constatar que gracias a la recomendación de su Maestro, Francisco Miras, fue que el jovén Ochando pudo ocupar el cargo en Elche, aun siendo originario de Murcia (la solicitud del cabildo de que el candidato a maestro de capilla debía ser preferentemente ilicitano es también cierta). De acuerdo con una carta de recomendación escrita por Miras al cabildo de Elche, se sabe que Ochando era considerado por su maestro como un discípulo con “disposición [e] ingenio”. Y que pese a no haber regentado capilla (probablemente por su corta edad), lo recomendaba para obtener el puesto en la basílica, asegurando que, con práctica y ejercicio, sería “más que es quanto se puede decir” (AHME, leg., a 78).
La información biográfica completa sobre Ochando puede consultarse en el sitio de la Real Academia de la Historia Española. Sin embargo, un estudio más profundo sobre su música y su vida puede consultarse en Reviviendo a un Maestro de Capilla: Tomás Ochando (Zamora Pineda 2016), o en El oficio y misa de difuntos de Tomás Ochando: entre la tradición y el estilo italiano (Zamora Pineda 2019).
El hecho de que Ochando dé un chocolate bebedizo a su maestro es también ficticio, pero la idea hace referencia al gran consumo e ingesta de chocolate en los contextos religiosos y catedralicios de la época, debido a su aporte energético y calórico.
Aunque no tengo noticia de que ningún maestro de capilla haya muerto en Elche al resbalarse por la calle, las malas condiciones climáticas, las inundaciones y los agravios a los pobladores de la villa por las lluvias y las tempestades sí están registradas en textos y documentos históricos sobre la vida cotidiana en el Elche del siglo XVIII.
Finalmente, si el lector se está preguntando quién fue Tomás Ochando o por qué este compositor español puede ser relevante para la historia musical de México la invitación vuelve a ser la lectura de los dos textos ya referidos (el de 2016 y 2019). En últimas, si el interés es sobre la música del compositor, existe una sola grabación de una sola de sus obras, el Parce Mihi Domine, primera lectura del oficio de difuntos. Sin embargo, después de 300 años parece que su Requiem volverá a sonar, al respecto, espere pronto más noticias…