Luis Ignacio Helguera
Si el ejercicio del humor en la gente y en la vida diaria es menos común de lo que sería saludable y de lo que la gente y la vida diaria ameritarían –y ameritaríamos–, podría pensarse que en la música, la más pura y abstracta de las artes, es más raro todavía. Y hasta cierto punto es verdad: el desarrollo del humor propiamente musical, es decir, no del humor apoyado en un texto sino del humor inmanente al discurso sonoro mismo, fue más lento que coma por ejemplo coma en la literatura, o en la pintura. No hay en la historia de la música antigua el equivalente de, digamos, un Aristófanes, un Marcial, un Rabelais, un Cervantes, un Bosco o un Hogart. Algo habrá seguramente en la ópera bufa italiana, por ejemplo, La serva padrona (1733) de Pergolesi (1710-1736), pero quizás hasta un espíritu tan libre, lúdico y precursor de la modernidad como Mozart (1756-1791) –con el antecedente inmediato de Haydn (1732-1809) en algunas de sus sinfonías– no encontraremos algo tan claramente identificable como humor musical. El humor escatológico que sin cesar ejercitaba Mozart en cartas a sus levemente espantados padres –a su madre: «Hace ya más de ocho días que viajamos y ya hemos cagado muchísimo…
Mi concierto lo tengo de reserva para París. Allí lo soltaré enseguida, con la primera cagada»–, se traduce en muchas de sus óperas y algunas de sus composiciones menores en desenfado, sátira, diversión, alegría de vivir.
Hermano menor de Mozart, Rossini (1792-1868) heredó la espontaneidad, la pimienta –condimento que lleva el filete de su nombre–, el temperamento desenfadado, el personaje bullicioso, la comunicación natural entre el personaje y el temple musical –intensificada en Rossini–. Sería un error reducir el humor rossiniano a los anecdotarios: hay que escuchar sus oberturas, líricas y mordaces por igual, a La urraca ladrona o a Guillermo Tell, las óperas El barbero de Sevilla o La Cenicienta –con pasajes que funden virtuosismo vocal y humorismo–, o la deliciosa suite La boutique fantasque, sobre temas suyos que su paisano Respighi (1879-1936) hilvanó y orquestó brillantemente.
En la segunda mitad del siglo XIX otros compositores, desde estéticas y estilos muy diversos, exploraron el juego y el humor en algunas de sus obras más representativas: por ejemplo, Schumann (1810-1856) en su Carnaval para piano (1834) –plenos de ironía romántica–, Mussorgsky (1839-1881) en algunos de sus Cuadros de una exposición (1874) o Saint-Saëns (1835-1921) en El carnaval de los animales (1886). En este famoso zoológico sonoro, Saint-Saëns, organista de corazón, no sólo ofrece caricaturas notables de los elefantes o los asnos sino de los pianistas, subiendo y bajando por sus infinitas escalas como bestias de carga. Habría que mencionar también, de Francia, a Chabrier (1841-1894), autor de la opereta El rey a pesar suyo (1887), de la rapsodia orquestal España (1883), de páginas para piano ligeras y encantadoras, y abuelo picante de compositores del siglo XX tan espléndidamente dotados de sentido del humor como Debussy (1862-1918), Ravel (1875-1937), Satie (1866-1925) o Poulenc (1899-1963). La valse (1919) de Ravel –que algo recuerda el tratamiento del vals en El rey a pesar suyo de Chabrier–, a la vez homenaje y parodia burlona del vals vienés, es el colmo de la ironía musical, la ironía musical entronizada hasta el clímax.
Es frecuente también el recurso de la parodia en las piezas para piano de Satie, duramente usada contra Liszt o Chopin. Hay que destacar en la personalidad de Satie la iconoclastia, la antisolemnidad, el espíritu cabaretero, el talante literario introducido en la música, el dadaísmo, la revaloración del ruido; elementos todos de una nueva actitud hacia la música de la que serían deudores músicos como Milhaud (1892-1974), Poulenc, o John Cage (1912-1992). El humor de Satie empieza en sus títulos y anotaciones –Tres piezas con forma de pera, Preludios blandos para un perro, etcétera– y continúa en el espíritu mismo de la música. En Parade (1917) es regocijante la introducción en la orquesta, por primera vez en la historia de la música, de sirenas, botellas de vidrio, máquinas de escribir. Sin duda este tipo de recurso abrió posibilidades a la música de vanguardia. Cage, «inventor de genio» al decir de Schoenberg y ferviente admirador de Satie, radicalizó los experimentos audaces y primitivos de Parade hasta alcanzar efectivamente la invención, a menudo humorística: sus pianos preparados –pianos en cuyas cuerdas se introducen gomas, lápices, moldes de cocina– pueden sonar a veces como una banda de percusiones africanas. [Al hablar de Cage es imposible no enlistar a otros inventores «humoristas» norteamericanos como el genial Charles Ives (1874-1954) o compositores con sangre ligera como Gershwin (1898-1937), Kurt Weill (1900-1950) o Copland (1900-1990)].
No pueden dejar de mencionarse las humoradas de dos de los, en un inicio, entusiastas seguidores de Satie, miembros del Grupo de los Seis: Milhaud –autor de obras de encanto y cierto humorismo como El buey sobre el tejado (1919), Saudades do Brasil (1922) para piano u orquesta, el asombroso Scaramouche (1932) para dos pianos– y Poulenc. La obra de Poulenc, «mitad monje, mitad pillete» –como se le decía–, es, entre otras cosas, una mina de oro humorístico: pastiche, parodia, travesura. Pocos han conocido y explorado como él las posibilidades jocosas, bufonescas, de los instrumentos de aliento. (Cuenta Mario Lavista que escuchando a Poulenc el compositor Gerhart Muench se desternillaba de risa.)
Cualquier mapa del humor en la música, así sea tan apretado como éste, quedaría muy completo si omitiera a los mayores compositores rusos del siglo: Stravinsky (1882-1971) –cuyo humor se cifra con frecuencia en la síncopa y demás contrastes rítmicos, como en el inicio del Ebony Concerto (1945); hay que escuchar también su Ragtime y La historia del soldado, ambos de 1918–; Prokofiev (1891-1953) –de una combinación natural de lirismo y sarcasmo parecida a la de Poulenc: los ballets El amor por tres naranjas (1919), El bufón (1920), abundante música para piano, etcétera–; y Shostakovich (1906-1975) –Concierto para piano, trompeta y orquesta; música para piano, el ballet La edad de oro (1930)–.
Entre los rusos actuales sobresale Alfred Schnittke (1934). Su Gogol suite para orquesta (1976) es una deliciosa serie de caricaturas instrumentales, parodias agudas de la Quinta Sinfonía de Beethoven, de alguna sinfonía de Haydn, de músicas populares. El freso humor de Schnittke se basa en la riqueza de efectos instrumentales, las sutilezas tímbricas, el poderío recursivo, los marcados contrastes rítmicos. Es notable también su capacidad para alcanzar clímax musicales dentro de las propias parodias.
Ya que a propósito de Schnittke enlistamos algunos recursos del humor sonoro, cabría tal vez agregar otros típicos en distintos compositores, como la interrupción repentina de la melodía o la ruptura abrupta de la tonalidad, cuando de lenguaje tonal se trata, y dentro del cual, dicho sea de paso, es más fácil producir momentos humorísticos.
En México tenemos el humor franco de Silvestre Revueltas (1899-1940) y sus trompetas burlonas. El gesto trágico revueltiano encuentra, con elasticidad asombrosa, contraparte saludable en el humor, practicado por sí mismo en la alegre pandilla de Caminos, Alcancías, Ocho por radio, El renacuajo paseador –con su parodia de la marcha nupcial de Mendelssohn, también ironizada por Jacques Ibert–. Mientras se estrenaba El renacuajo paseador en Bellas Artes, moría en la calle Revueltas.
¿Y el humor en la música popular?
Pero esto es cosa de nunca terminar y hora de hacerlo y de que este simple melómano delegue funciones en musicólogos sobre un tema que creo fascinante, complejo y no muy explorado. [[Tras la publicación de las primeras notas que sirvieron de base a este artículo, José Antonio Alcaraz dio a luz, por entregas, en el suplemento El Ángel del periódico Reforma, una exploración mucho más concienzuda y autorizada del tema.]]
Y sólo concluir que no tenemos que ser músicos ni musicólogos, tan sólo melómanos, para gozar del humor musical, para reírnos con la música como podemos reírnos con un buen comic, un buen chiste, pero de manera más extraña, más inefable, más catártica tal vez, como Muench carcajeándose con la música de Poulenc.
Agosto, 1994
Publicado originalmente en el libro: Helguera, Luis Ignacio, 1997. Atril del melómano. México: CONACULTA, 205-208.