Esa tarde a ratos gris y a ratos luminosa, como suelen serlo en la primavera de Berlín, llegamos muy temprano a la sala de la Filarmónica; habíamos quedado de vernos ahí con una querida chica xalapeña quien, habiendo terminado una residencia de investigación en Amsterdam, pasaba unos días en la capital alemana y había comprado su boleto para el concierto en cuanto lo vio anunciado.
Estábamos todos anticipando la experiencia y hablábamos de todo y de nada buscando con la mirada a nuestra compatriota, estrella de la noche. El vestíbulo se fue llenando de gente de todas las edades y evidentemente de muchas geografías también, pues había una cacofonía de lenguas europeas y asiáticas entre las que flotaban notablemente, por lo menos a nuestros oídos chilangos, las palabras en español con acentos de México y también de otras latitudes latinoamericanas.
Una compositora mexicana —viva— dentro de un programa de la temporada regular, la de la suscripción de los abonados a esta legendaria orquesta, no es algo que se ve todos los días…de hecho ¡nunca en la historia se había visto! La Filarmónica de Berlín ha tocado poca, muy poca música mexicana y las veces que lo ha hecho ha sido en eventos especiales, ya sea en conciertos de verano en el parque o para celebrar algo “latino”, pero en esta ocasión, la validación fue total: Dudamel había diseñado un programa conformado enteramente por música del continente americano y puso a Ortíz a dialogar con dos gigantes, Ginastera desde el sur y Ives desde el norte.
Recuerdo que todavía entusiasmada por lo que acababa de oír, sin salir aún de la sala escribí en mi página de Facebook que la orquesta tiene un compromiso total y a los músicos se les va la vida en cada nota: se volvieron chilangos con Téenek de Ortíz, gauchos con el Concierto no.1 de Ginastera, que en manos de Sergio Tiempo fue electrizante y terminaron como yanquis de Connecticut con la Sinfonía no. 2 de Ives, que por cierto también era la primera vez que se escuchaba en esa sala.
El título, Téenek– Invenciones de Territorio, tiene que ver con la pertenencia a la geografía en la que nos toca vivir y el término en el idioma que se habla en la Huasteca quiere decir “hombre local”. Escribe Alejandro Escuer acerca de la obra: “La región de la Huasteca abarca los estados de Veracruz, Tamaulipas, San Luis Potosí, Hidalgo, Puebla y Querétaro. Este término se refiere a todos los hombres y mujeres que pertenecen a un lugar cuya mera existencia determina sus destinos en el tiempo y el espacio: sus territorios”. En efecto, las decisiones políticas de donde se sitúan las fronteras, raramente tienen que ver con los habitantes de las regiones y muy a menudo cambian, de modo que los territorios como están marcados en los mapas son simples invenciones.
La obra en sí es un mosaico de todo aquello que conforma los climas, sabores, colores y ritmos de este archipiélago geográfico no separado por el mar, sino por la orografía y la niebla y cada sección de la pieza, que no tiene pausa, ni división alguna salvo por los cambios de tempo y de contexto rítmico, nos habla de ese todo constante y magnífico que es la diversidad dentro de la unidad. El tiempo inicial es vertiginoso y de pronto llega un espacio lírico que nos da un alivio y en el que descubrimos sonoridades misteriosas de belleza transcendente, pero una y otra vez regresa la velocidad incesante con indicaciones como “Piú mosso. Con la sensazione di Cumbia” o “Vivo. Sentimento de Mambo con massima energía al fine” y es maravilloso constatar que por las venas de esos fantásticos músicos que se nutrieron de ländler y valses corre la misma sangre roja que en las de los soneros de nuestras tierras.
La gran fortaleza de la obra es que nos presenta una serie de ritmos y figuras melódicas que no son necesariamente sincrónicas, sino que tienen vida propia y tampoco están encarceladas en frases y períodos de cuatro u ocho compases y como todas las cosas vivas, gozan de libertad y fluidez y en la pluma de Gabriela nos reflejan sin embargo una estética ancestral. No es que la música latinoamericana sea más o menos relevante que la de las Escuelas Vienesas, es simplemente otra visión del mundo sonoro. Pero cuando dichas escuelas se volvieron endogámicas y su único referente eran ellas mismas, la producción de los compositores se volvió tediosa y estéril. Una y otra vez es ese regreso a la naturaleza y a la música de las calles, lo que renueva aquello que sucede en las salas de concierto; lo hicieron Mozart y Beethoven, Mahler y Bartók y lo han hecho Revueltas y Ortíz, Chapela y Márquez y seguramente también las nuevas generaciones de sus estudiantes.
Al término de Téenek la ovación fue contundente, una Gabriela visiblemente emocionada subió al escenario a instancias del maestro Dudamel, quien se negó a compartir el aplauso con ella, mientras los arcos de la sección de cuerdas se agitaban en el aire y los alientos y percusiones aplaudían, demostrando el entusiasmo de los músicos por lo que acababan de tocar. Salida, entrada, flores, salida, entrada y el aplauso no paraba. Esta escena se repitió cada una de las tres noches, pues tuvimos la fortuna y placer de asistir a los tres conciertos.
Afortunadamente esta declaración del triunfo de Téenek no es algo subjetivamente mío, pues Felix Stephan, crítico del Berliner Morgen Post habla de “un concierto lleno de sol y alma” y el título de su artículo así lo describe. Refiriéndose a la partitura de Ortíz dice que se trata de una obra ferozmente virtuosa y poderosamente entretenida. Describe que “bajo la batuta del titular de la Filarmónica de Nueva York, los berlineses tocan con más flexibilidad que de costumbre, con un swing de jazz (con jícamo diría Gaby) y un impulso nítido. Celebran el vórtice musical de las ideas de Ortíz; celebran lo latinoamericano… Es música que te pone en un ánimo festivo y hace que el público vitoree desde el inicio de la noche”.
Las interpretaciones del concierto de Ginastera y la sinfonía de Ives fueron igualmente espléndidas y es obvio que Dudamel es uno de los directores huéspedes favoritos de la orquesta. La química entre ellos es palpable y la manera en que se abrazan después de los conciertos, hace que uno olvide que la mayoría de los músicos son alemanes y con una por demás estricta formación en la Academia de la misma Filarmónica de Berlín.
Indudablemente, también hay una gran complicidad y admiración mutua entre Dudamel y Gabriela y las comisiones del célebre director son ya varias e importantes, pues esta obra, la primera que hizo para él, se la comisionó en 2017 para la Filarmónica de los Ángeles y la ha tocado en Los Ángeles y México, más tarde han seguido otras que van in crescendo en importancia: Clara, en homenaje a Clara Schumann, para la Filarmónica de Nueva York y Altar de Cuerda, un alucinante concierto para violín que en los dedos de María Dueñas cobra una vida que desafía lo creíble en cuanto a virtuosismo y emoción.
Sabemos que esta aventura no se detendrá ahí. ¿Llegará el momento en que una presentación más en Berlín sea eso… una más? No lo creo, pero el tiempo lo dirá. Este hito en la historia personal de Gabriela, lo es también para la música en México y la relevancia de esa noche se estudiará eventualmente en las escuelas de música, pues Gabriela es la pionera que está abriendo brecha. Pero para llegar a esto han sido muchos años de trabajo y disciplina férrea y es importante enfatizar que Ortíz llegó ahí no por ser mujer, ni latinoamericana, sino porque la calidad de su trabajo lo merece, sin ninguna otra consideración.
Tendrá por supuesto que llegar el momento (y espero que sea más pronto que tarde), en el que no sólo Dudamel comisione y dirija la obra de Ortíz con frecuencia. Tendrá también que llegar el momento en que nuestra música entre a formar parte del canon que se estudia en las escuelas, pues ya no es suficiente, ni deseable, estudiar exclusivamente la música centroeuropea como núcleo del repertorio en las escuelas y conservatorios.
La música de otras latitudes ofrece a los músicos otras formas de escucharse y de desarrollar su creatividad y técnica, pero de la misma forma que una dieta exclusiva de cocina francesa, por más deliciosa que sea llega a cansar, es obvio que la dieta musical de los berlineses busca la misma diversidad que vemos en sus calles, en sus teatros y museos. El alemán típico ya no es el que come salchichas, viste lederhosen y maneja autos veloces en sus super carreteras que no tienen límites de velocidad. Por extensión, los ciudadanos de las grandes urbes, en particular los jóvenes, se transportan en bicicleta, son ecologistas, se oponen al uso de combustibles fósiles, consumen comida vegana y celebran la diversidad de sus entornos, cada vez más abiertos al mundo y no preocupados por marcar sus territorios, pues somos todos, de manera cada vez más evidente, hombres y mujeres locales donde sea que vivamos. Somos Téenek, en Boston, en Berlín o en México.
Berlín-Boston, mayo de 2023