Lavista -Mario
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Mario Lavista: la música como revelación del silencio

Aldo Rodríguez

Hay nombres que definen un territorio entero en la historia de la música mexicana. Mario Lavista es uno de ellos. Su presencia, su pensamiento, su manera de entender el sonido como una extensión de lo invisible marcaron una generación entera de compositores, intérpretes y oyentes. Hoy, a cuatro años de su partida, su ausencia sigue resonando como una nota suspendida en el aire, una vibración que no se extingue, sino que se transforma.

Recuerdo cuando, siendo adolescente, leí por primera vez sobre él. Había en su figura algo distinto, una profundidad que no encontraba en otros compositores de su tiempo. Comencé a buscar su música —primero en vinilos, luego en antologías— hasta que un día, gracias al maestro Antonio Russek, llegó a mis manos un cassette con la flautista Marielena Arizpe interpretando sus obras. Ese sonido me abrió un mundo nuevo. Era una música hecha de aire, de resonancias, de presencias sutiles. Mario Lavista no componía sobre la superficie: lo hacía desde el interior mismo del silencio.

Años después, cuando tuve la fortuna de estudiar con él, comprendí que esa sutileza era el resultado de una búsqueda constante, rigurosa y espiritual. En sus clases me enseñó que componer no era simplemente organizar notas, sino descubrir el alma sonora de los instrumentos. Me habló de los armónicos naturales y artificiales, de cómo cada cuerda, cada tubo de aliento, cada vibración podía convertirse en un vehículo de expresión estética y mística. Me enseñó a escuchar, a mirar el sonido por dentro.

Su ópera Aura, basada en el relato de Carlos Fuentes, me marcó profundamente. La vi en su estreno y quedé fascinado por esa atmósfera suspendida, oscura, casi monástica, donde el español se volvía un idioma litúrgico. Pocos personajes, pocos gestos, una economía de medios que convertía cada palabra en un conjuro. Aura es una ópera que respira en penumbra. Está llena de simbolismos y resonancias que, como bien reconocía el propio Lavista, dialogan con Debussy y con Pelléas et Mélisande.

Recuerdo haberle dicho alguna vez:

—Maestro, su Aura tiene una cita directa con Pelléas et Mélisande.

Él me miró, curioso.

—¿Cuál?

—Cuando Aura dice a Felipe “No me toques”. Es el mismo instante que en Debussy, cuando Mélisande, en el bosque, también dice “Ne me touchez pas”.

Lavista abrió los ojos.

—Nadie me había dicho eso, Aldo. Eres el primero que lo nota.

Nunca supe si lo había pensado así, o si simplemente el eco era inevitable entre dos almas sensibles al misterio. Pero en ese momento sentí que había tocado una fibra verdadera.

Tuve también la fortuna de participar, en 2008–2009, en la grabación de El pífano, la única obra que el maestro escribió para pícolo. Fue un proyecto entrañable con mi querido amigo, el flautista y director de orquesta Eduardo González —quien actualmente radica en Rumania— dentro del disco Flautísimo. Contar con la autorización de Lavista para realizar esta grabación fue una experiencia profundamente emotiva. Grabamos sistema por sistema, compás por compás, cuidando cada detalle de esa partitura tan sutil como exigente. El Pífano es una joya breve, pero de una intensidad que encierra toda la esencia del maestro: la pureza del sonido, la transparencia del aire y la poesía de lo mínimo.

Años después intenté montar Aura en Sinaloa. Hablé con el maestro; rentamos las partituras —el vocal score, la orquestal, las partes individuales— y convoqué un elenco local. Diseñé la escenografía y un sistema robótico para el movimiento de Aura, esa figura que no es del todo humana, porque en esa historia todos están muertos, todos son reflejos, espectros de una memoria que se repite. El proyecto fue un sueño que rozó lo real.

Mario Lavista fue, ante todo, un poeta del sonido. Sus obras —para cuerdas, alientos, percusiones o coro— revelan una constante fascinación por la resonancia, por el instante en que el sonido nace y muere. Obras como Marsias, Canto del alba, Reflejos de la noche o Clepsidra son ejemplos de una estética que trasciende la técnica para convertirse en experiencia interior. Su música no busca deslumbrar; busca iluminar.

Le pregunté alguna vez qué otra ópera le habría gustado componer.

Macbeth, me dijo sin dudarlo.

Y en esa respuesta había algo muy suyo: la atracción por la oscuridad, por el alma en conflicto, por los fantasmas que habitan la conciencia.

A cuatro años de su ausencia, sigo pensando en su manera de hablar, pausada, casi ritual; en su mirada que parecía escuchar antes de ver; en su música que no se impone, sino que se revela. Con Mario Lavista se fue una parte esencial de la historia sonora de México, pero su legado —como toda verdadera música— no pertenece al pasado. Permanece vibrando, en ese territorio entre el silencio y la luz donde sólo los grandes artistas pueden habitar.

Mario Lavista nos enseñó que la música no está hecha de sonidos, sino de lo que los une: el misterio.

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