Anoche toqué las Suites uno y tres de Bach en la iglesia de un pequeño pueblo del estado de Hidalgo.
La carretera que me llevó era más bien industrial y estaba congestionada. Pero, pocos kilómetros antes de llegar, el paisaje cambió: todo se llenó de verde con innumerables milpas luminosas, haciendo honor al nombre del pueblo, que en náhuatl significa “lugar donde brilla la luz”.
Pese a su bello nombre, el pueblo era bastante normal, y el hotel muy básico. Tanto así que, a falta de vaso, las Flores del mal que me dieron tras el concierto tuvieron que pasar la noche con el tallo dentro del W.C. para no secarse…
Aun así, fue una gran alegría constatar que la iglesia donde se llevaría a cabo el concierto era blanca y tenía una acústica bellísima. No era la típica “acústica de iglesia”, donde el eco es tan excesivo que, con su oleaje implacable, distorsiona la música.
Aquí todo era blanco: El mármol, el altar, las bancas, las altas y redondas paredes. Un escenario ideal para esas suites de Bach que rondaban en mi cabeza sin descanso desde hacía ya varios días.
Pero claro que no todo Bach es blanco. También está el Bach iracundo, el tumultuoso, el poseído por la ira divina. Un ser que, como ningún otro, supo sublimar en la música su relación tormentosa con Dios. Algunas de sus obras para órgano interpretadas en iglesias resultan tan escalofriantes, que hacen sentir incluso al más agnóstico (como yo) la presencia divina.
Pero no, aquí no se trataba de eso. Aquí estamos hablando solamente de las Suites uno y tres para violonchelo solo. Es decir, de un plácido navegar por las tonalidades de Sol mayor y Do mayor, que pueblan el violonchelo de armónicos —gnomos brillantes— que, escondidos en las cuerdas, salen a bailar alegremente al llamado de Bach.
Confieso que no estaba nervioso en lo más mínimo. Me sentía a gusto física y mentalmente. Mas bien me dominaba la curiosidad por descubrir cómo sería mi interpretación, ya que me encontraba en un estado por desgracia no muy habitual: de buen humor (gracias a la vida), descansado y sin nervios.

El único pensamiento inoportuno que ensombrecía ocasionalmente mi alma era una grabación de estas Suites que había escuchado pocas horas antes en la radio del coche, rumbo al pueblo. Lo que me inquietaba de esa grabación era la libertad que la violonchelista se había tomado para manipular el tempo a su antojo. Es cierto que todos alteramos el tempo en mayor o menor medida. Ha habido grandes violonchelistas —como Pablo Casals, cuya versión de las Suites marcó un hito en la historia del instrumento— que manipulan el ritmo con bastante libertad.
Desde luego que no soy una máquina, y sé perfectamente bien que ciertos ritardandos y rubatos son parte de la música. No sólo son bienvenidos, sino que son indispensables para hacer que el discurso musical suene lógico. Hacer que la música suene de tal manera que el oyente sienta que no había otra manera posible, me dijo una vez un profesor.
Para mí ese es un asunto muy delicado, que requiere gran sutileza, buen gusto y, sobre todo, moderación.
Las Suites son un conjunto de danzas (a excepción, claro, de los Preludios), por lo que el ritmo juega un papel preponderante. Me atrevería a decir que está al mismo nivel jerárquico que la armonía y la melodía. ¡¿Como concebir una danza con un ritmo irregular?!
Pero anoche, al comenzar el concierto, la versión de GL que había escuchado horas antes sembró en mí una curiosidad extraña. Impulsos repentinos empezaron a irrumpir en mi ser, invitándome a pecar… Accelerandos o rubatos desconocidos se asomaban sin mi autorización, y en lugar de reprimirlos, los dejaba actuar. Les permitía ir más allá de los límites que acostumbro, y los observaba con una curiosidad casi lúdica, como desde la perspectiva de un espectador. No me disgustaba del todo lo que estaba ocurriendo. Diría incluso que lo disfruté.
Aclaro que mi obsesión por el ritmo nace del hecho de pensar que interferir demasiado en su fluir es una muestra excesiva del ego del intérprete. Una versión personal del ritmo mal concebida se interpone entre el oyente y la música, lo cual casi siempre me molesta.
Anoche lo hice (un poco) pero dudo que lo vuelva a hacer.
Es que anoche todo era diferente: hacía frío, llovía, la iglesia era blanca y estaba llena de Bach.