En 1868, Moritz von Schwind, pintor y grabador austriaco, dibujó (o mejor dicho, compuso) la primera sinfonía de gatos. La partitura fue un regalo para el violinista Joseph Joachim por su nombramiento como director de la Universidad de Música de Berlín.
La semilla que propició esta singular obra surgió a su vez de una aversión y de un afecto: por Wagner y por Schubert, respectivamente. Es decir, la añeja antítesis entre platónicos y aristotélicos tuvo un borroso devenir entre schubertianos y wagnerianos. Algunos han llegado a decir, no sin malicia, que la sinfonía es una parodia, con un tono pícaro, de la inclinación wagneriana por los dramas (incluso el propio Wagner se refería con seriedad a sus obras como dramas musicales).
Es una sinfonía para violín (según señala el título) hecha con una técnica de pluma sobre papel. En la parte superior de la partitura está escrita en cursivas la palabra Violino. ¿Una sinfonía para un solo instrumento? Pero entonces… ¿por qué se llama Sinfonía de gatos? ¿Además, a qué se refiere el de gatos? ¿Por qué no, simplemente, Sinfonía para violín, en todo caso? El cambio en las preposiciones (para y de) es importante, pues revela que no se trata de una obra para gatos, sino de gatos.
Moritz von Schwind escribió así una obra de gatos, es decir, con gatos, literalmente. La felinidad de la sinfonía, aunque debe reflejarse en la interpretación, se origina en la composición misma. El pintor/compositor, en lugar de utilizar la notación convencional occidental, introdujo una grafía gatuna, sin metáfora. Ahí donde normalmente encontraríamos la nota, con su plica y su corchete, nos sorprende una rica variedad de gatos en diferentes posturas, actitudes y ademanes. Algunos retozando, otros haciendo piruetas, unos más estirándose o correteando como saben hacer los gatos.
Es una partitura única en su especie y, como tal, altamente especializada, asequible sólo para los más extremadamente eruditos en el tema, pues Schwind tuvo notables seguidores en el siglo siguiente. El caso es tan extremo, que cabe la pregunta: ¿qué tipo de erudito sería capaz de comprender la obra? Primero, aunque no exclusivamente, el erudito en música, el especialista en ciencias sonoras. Segundo, el erudito en gatos: el estudioso que ha investigado de forma minuciosa el tema y ha dedicado su vida a convivir y cohabitar con estos peculiares seres de la creación.
En otras palabras, descifrar esa partitura requiere tanto un musicógrafo como un ailurófilo, con posibles alternativas: un ailurófilo musical o un músico ailurófilo. La obra exige que su lector sea, al tiempo, amante de los gatos y de la música. Hay una alta probabilidad, si faltase alguno de los dos conocimientos, de que la partitura resulte incomprensible.
Schwind, por consiguiente, en tanto creador de una obra de tal calibre, debía poseer ambas especialidades. Cosa que ocurrió, pues fue, por un lado, fervoroso amante de los gatos. Su afición por retratarlos lo llevó a pintarlos en diversos cuadros, como El gato con botas, El gato diablito, El diablo y el gato, entre otros. Por el otro, no sólo fue un entusiasta de la música, sino del violín, pues él mismo era violinista. Así que quien dudase de su capacidad para crear esta obra incurriría en un evidente despropósito.
Se trata de una sinfonía escrita en clave de sol. Comienza con un allegretto, en un compás de 3/4. La nota inicial entra en anacrusa, con un felino que parece juguetear o abrazar la clave. La frase se inicia con una especie de marcha que asciende hacia tonos agudos. Puede leerse abajo una indicación de crescendo. En la parte más aguda de la marcha, se encuentran dos gatos de frente que se miran. Posteriormente, la melodía emprende el descenso, como estirándose, a los tonos iniciales. La marcha se difumina poco a poco. Al final de la frase, vemos un calderón y se puede observar que la notación se dilata y termina con un elegante relamido de patas. La segunda línea es una especie de variación de la primera. Sin embargo, aunque la figura tímbrica se asemeja, el carácter es disímil. Más que una marcha, parece que la notación se prepara para brincar. El salto se convierte en una serie de volteretas y cabriolas temáticas.
El carácter inicial de la obra cambia en la tercera línea y el allegretto se convierte en andante: la notación se alarga y dilata. Comienza una especie de diálogo a dos voces: un tipo de juego romántico o infantil que se pierde en la lejanía. Incluso se alcanzan a ver algunas apoyaturas: un par de ratoncitos que escapan a la persecución gatuna. Uno ya ha sido atrapado y cuelga de la cola. Al final, conforme se alejan y contraen las figuras, aparece la indicación smorzando (suavizando, como si cada gato guardara sus pequeñas pero filosas garras).
En un proceso similar a la primera parte, la cuarta línea es una especie de variación de la tercera. El diálogo permanece, pero en lugar de estar sobrepuesto, se entrevera. Al final aparece otro calderón: las figuras se prolongan y recuestan sobre el pentagrama, como estirándose.
En la quinta línea del pentagrama se adiciona una voz más a las dos anteriores: tres voces conforman un acorde felino. Un calderón indica la prolongación de la figura. En esta parte, se conjugan los diversos elementos utilizados en la obra: regresa la figura tímbrica inicial (un leitmotiv a pesar del antiwagnerismo del autor) que sube en forma de marcha a los agudos, y desciende, las volteretas de la segunda línea y el diálogo de la tercera y cuarta. Termina, finalmente, con una especie de reposo.
En la sexta línea el compás cambia a 2/2 y encontramos la indicación grave. Una vez más, un cambio de carácter. Inicia un nuevo apartado conformado tan sólo por cuatro figuras: la primera de ellas, está tranquila, no podemos ver su rostro, pero podría decirse que contempla el tiempo pasar, que piensa en la inmortalidad del cangrejo. El rostro de la segunda figura es visible, parece observar algo. La tercera está recostada, aparentemente dormida. La cuarta se está estirando, como si acabara de despertar. En la esquina, al final, se alcanza a ver un pequeño 8, sin embargo parece una anotación fuera de lugar.
En la séptima línea leemos Presto finale, en un nuevo compás de 12/8. Como lo indica el cambio de tempo, el juego de cabriolas regresa y se transforma en una especie de libre brincoteo por un campo o llanura que sube hasta notas extremadamente agudas.
En la octava línea regresa el diálogo de la tercera y cuarta línea, pero con un elemento caótico, pues no se alcanza a ver dónde comienzan o terminan las voces. Al final, vemos un gato con un violín, uno con un contrabajo, un tercero con un piano y un cuarto con un instrumento de aliento. ¿Cuál sería la intención del pintor/compositor al poner a estos felinos con instrumentos? ¿Acaso el violinista debía imaginar cómo sonarían estos instrumentos si fueran tocados por gatos? ¿Se trataría de un simple adorno compositivo, de un chistorete para confundir al intérprete? El diálogo y las cabriolas de la última línea terminan en un descenso de registro y un acorde de cinco sonidos que parece conectarse con los músicos de la línea anterior. Un tutti de orejas y colas satura entonces el registro total para indicar el fin.
Es, sin lugar a dudas, una partitura compleja. Difícil de leer y casi imposible de interpretar. El mismo Joseph Joachim, el violinista que recibió el regalo de Schwind (y a pesar de sus dotes de intérprete, director y compositor), admitió que era incapaz de tocarla. Aún cuando contaba con las dos especialidades requeridas: la de melómano y la de ailurófilo. Incluso, perteneció a la Orden del Gato Negro.
Schwind, al respecto, nos dejó el siguiente testimonio:
Me he convertido en un músico, un futuro músico en el segundo grado superior. ¡Me he deshecho del viejo, estirado y seco sistema de notación! Era una cosa obsoleta, descartada y superada. Necesito un medio de expresión nuevo, espiritual y vivo para mis pensamientos novedosos e inimaginables (ya sean sonidos, imágenes o lo que diablos sea). He alcanzado lo increíble. Esta sinfonía dedicada a Joachim es una clara prueba. Él mismo admite que no es capaz de tocarla… ¡ese mago del violín! A propósito, cabe señalar que Joachim y yo pertenecemos a la famosa Orden del Gato Negro y que fue esta discreta ocasión la que ha provocado este gran avance en la música».
Lo más probable es que hasta la fecha nadie haya interpretado esa sinfonía. Su sonoridad aún permanece en la imaginación del compositor y de aquellos que han contemplado la partitura en un silencio que, de algún modo, suena. Una sonoridad que sólo conocen quienes viven entre estos complejos animales y disfrutan de sus constantes gimoteos.
Quizá, para saber cómo suena, podría hacerse una transposición y tocarla con el instrumento imaginado por Athanasius Kircher, el piano de gatos. Un piano que, en lugar de tener cuerdas, cuenta con una serie de gatos, cada uno con un maullido diferente. El instrumento funciona con una afilada aguja que, al presionar la tecla, pincha la cola del gato. Sin embargo, es probable que la intención de Schwind no fuera la literalidad (por cruel crueldad), sino la interpretación humanizada de los gatos. Otra alternativa podría ser la creación de un tratado de equivalencias entre la notación felina y la convencional, con algún tipo de matriz matemática. Desconozco si algún intrépido investigador ha osado escribir dicho tratado. Sin embargo, si aún no existe, podría ser una rica fuente de investigación para los musicólogos, en búsqueda siempre de nuevos territorios.
Será necesario, sin lugar a dudas, someter esta obra a un riguroso análisis schenkeriano, y buscarle un intérprete post Cage que posea ambas especialidades.
Mi precario análisis no pasa de ser el de una neófita (neophita). Tengo algo de melómana, aunque nada de ailurófila, pues los gatos no son santo de mi devoción. Me inclino, indiscutiblemente, por los perros. Así que, ya ven, no soy la persona más indicada para interpretar esta compleja partitura, aunque a ratos tuve el secreto deseo de hacer una transcripción para cello, mi instrumento (lo cual habría requerido de técnicas extendidas para igualar los registros gatunos).
Notas de paso
1
¿Era Joaquim efectivamente un mago del violín? Juzgue usted:
2
Y aquí una muy recomendable muestra de sus capacidades compositivas (sin gatos):
3
De niño (¡de niño!), Joachim tocó un Guarneri del Gesù, que regaló a Felix Schumann después de adquirir su primer Stradivarius. Cambió este instrumento por otro Stradivarius de 1713, que más tarde sería adquirido por Robert von Mendelssohn. Otro Stradivarius de Joachim, de 1689, se encuentra actualmente en la Real Academia de Música.
4
Moritz von Schwind es recordado por uno de su cuadros más famosos, Mañana, de 1858 y por sus dibujos schubertianos (de hecho, ilustró algunas de las canciones de Franz, su amigo de juventud), que rememoran momentos musicales legendarios como schubertiadas, que son un tratado de historia cultural y social. Claro: con Schubert al piano (cuarenta y ocho años después de su muerte; muchos de los personajes son reales, como la condesa Karoline Esterházy).