Enríque_Diemecke
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Enrique Arturo Diemecke. Biografía con música de Mahler

Diemecke en Monterrey

Digamos que estoy en Monterrey, la llamada  Sultana del norte, que escucho resonar mis pasos muy temprano por las calles de los viejos barrios de Monterrey que circundan la moderna  Macroplaza y su espectacular Museo Marco. Digamos que sin dejar de ser yo el que escribe delego la voz narrativa en el director de orquesta Enrique Arturo Diemecke, protagonista de esta Biografía con música de Mahler. Pensemos por un instante en  este Déjà Vu en el que soy quien escribe y vuelve sobre sus pasos a una esquina de la ciudad, entre las calles  de la  infancia y veo, con el violín en mi mano izquierda, entre la mandíbula y el hombro, los ojos de los transeúntes, que son ustedes, público, contemplando al músico y su familia, envuelta en una atmósfera que no sólo es visual, sino auditiva, peligrosamente emocional.

   Supongamos que soy el que habla en la lectura de otra voz delegada. Supongamos incluso que  escuchamos  la propia voz de quien hasta hace muy poco dirigía en Buenos Aires, Argentina, el Teatro Colón y su orquesta Filarmónica y que durante 17 años condujo la orquesta Sinfónica Nacional de México por caminos que buscaban sensibilizar y formar nuevos públicos, porque en todas partes el entretenimiento le gana espacios y presupuestos a la cultura. Pensemos que este libro es la partitura de una biografía musical y que lo que en verdad escuchamos es la respiración y el movimiento musculoesquelético, cerebral, de Enrique Arturo Diemecke interpretando y dirigiendo esta obra literaria que fluye por su torrente sanguíneo.

   En la escritura de José Angel Leyva, Diemecke habla y dirige, atiende la sintaxis de una poética, acomete el ritmo y las diferentes intensidades de estos 11 movimientos que son, en realidad, once piezas sinfónicas en diálogo con Mahler. Escuchemos la voz del personaje:

Antes de ser músico yo era música. Mis padres tocaban el violonchelo y como el resto de mis siete hermanos fuimos concebidos en un ambiente de afinidades y afinamientos. Mis recuerdos más remotos los escucho al tiempo que los veo. Asumo la vida como un acto musical. No hay nada en mi existencia que no provenga de una experiencia sonora.

Aprendí a leer y a escribir español al mismo tiempo que en los cuadernos pautados y en
las partichelas. Provengo de una tribu de músicos. Mi familia es la música.

   Soy Enrique Arturo Diemecke, nací el 9 de julio de 1952, cuando mis padres vivían una breve temporada en la Ciudad de México. Desde muy temprano descubrí que mi vida está asociada a todo lo que suena. Mis otros sentidos responden al oído. Las cosas que se mueven o están quietas, sus imágenes, sus aromas contienen ya una información y una posibilidad sonora, no sólo porque la casa paterna estuvo poblada de instrumentos musicales que sonaban todo el día, sino porque la imaginación comenzó a encontrar sonidos en las imágenes de todo cuanto me rodeaba o alimentaba mi fantasía.

   El 5 de noviembre, 2002, presentamos este libro en el Palacio de Bellas Artes. Fue una noche espléndida de inteligencia y humor, luego de la frustrada presentación en marzo del 2020 a causa de la pandemia y de un paréntesis de dos años. Sucedió una epifanía cuando Diemecke, tras su breve intervención, escuchó con sorpresa la petición del autor de su biografía: que interpretara el capítulo once y final del libro, para convertir el público en orquesta. No hacía mucho el periodista cultural, especializado en música, Pablo Espinosa, del diario La Jornada y yo, habíamos presenciado el primer ensayo de la quinta sinfonía de Mahler con la Orquesta Sinfónica de Guanajuato. En dos horas, la orquesta fue del desconcierto a la plenitud, y al final era ya otra orquesta en la que los músicos gritaban eufóricos, felices porque Mahler sonaba imponente.

   Enrique Diemecke se aprende las obras porque las canta en su intimidad, dirige de memoria con la voz y con el cuerpo, llega al éxtasis sin preocuparse de los peligros emocionales, como esa noche en que el público orquesta fue dirigido hasta las lágrimas. Supongamos entonces que Enrique Arturo Diemecke acepta la propuesta del escritor para que repita esa acción y su público regio y montano–mis próximos lectores–, atestigüen esa intimidad del artista que inspiró al escritor y lo disuadió de escribir esta biografía novelada en tercera persona, para hacerlo en la mismísima primera persona, y que el lector sienta esa voz peligrosamente emocional y los riesgos mismos de un autor que escribe como si fuera él mismo el personaje, que ojalá vuelva encarnar en esta presentación y los dirija a ese espacio musical donde conversa con Mahler. Atención, futuros lectores, ustedes son la orquesta y Enrique Arturo Diemecke el director de esta acción musical con todo el cuerpo.

José Ángel Leyva


Quizá no hay nada más difícil que hablar de la vocación de un ser humano, lo cuál sería tanto como hablar de su destino. ¿Qué es lo qué determina que algunos sean músicos, arquitectos, médicos o poetas; otros ingenieros o físicos; futbolistas, automovilistas o boxeadores; u orfebres, albañiles o campesinos entre muchas profesiones u oficios: destinos? La pedagogía realiza estudios y tratados al respecto, igual que la psicología, la antropología y otras disciplinas, las respuestas varían y nunca nos dejan satisfechos.

Escribir sobre el libro que hoy nos ocupa, sería como reseñar sólo de un libro más, algo que pido a los alumnos continuamente; sin embargo, esto se complica desde un principio, ya que este libro es mucho más que un libro de música solamente, si ya que hablar de música resulta complicado para un ciudadano de a pie, alguién que solamente se acerca a la música clásica con muy pocos elementos de apreciación, desde muy temprana edad está clase de música me ha gustado, vengo de un época en donde nos acercaban a las partituras y apreciar la música, fuí alumno del maestro Gerardo Valencia, que en está ciudad y en está época, su presencia ha comenzado a diluirse en el tiempo. A pesar de ello, siento a veces, que soy como un sordo mudo ante la belleza de la música. Por lo anterior, trataré entonces de hablar del libro ENRIQUE ARTURO DIEMECKE: BIOGRAFÍA CON MÚSICA DE MAHLER, de José Ángel Leyva, como si hablase de una novela, pero creanme es mucho más que eso nada más.

El leitmotiv narrativo de la obra, gira en torno a la pasión del personaje principal, el cual se ve desde un principio como un Titán, pero no en su primera acepción: como uno de los doce que asaltaran el Olimpo; sino en la segunda: la que describe a un ser que se destaca por su vigor y su fuerza, nuestro personaje. Enrique Arturo, tiene desde muy temprana edad a la música como su razón de vida, como esa fuerza de voluntad, la cual lo va transformando y, con ese vigor que le lleva en su evolución, hasta encontrar su ‘ser’.

La obra está estructurada por José Ángel, su autor, en 11 capítulos, los 4 primeros, son el planteamiento, van desde los orígenes del personaje, sus estudios o su preparación y las primeras salidas del país: “La música en mí”, “Los tres milagros”, “Padres” y “Entre México y el mundo”. 

En el capítulo 5, aparece la voluntad de Mahler, como la voluntad propia del personaje principal, más que una influencia, es el encuentro de una voluntad misma, que transforma y les lleva a encontrar su ‘ser’, la presencia de Mahler en la vida de Enrique Arturo, es una presencia que ya nunca lo abandonará. Los siguientes cuatro capítulos llevan a nuestro personaje, a otras evoluciones, a otros encuentros, a otros complementos de su ser que le transforman en un promotor, educador y, al mismo tiempo, en otro transformador e influencia de músicos, los nombres de cada apartado nos dan idea de su contenido: “De composición, compositores y educación musical”; “Embajador de la cultura”; “Ciudadano de la orquesta”; y “Reflexiones para derribar una cuarta pared”, la cual nos prepará para arribar a los últimos capítulos y nos los describe como: ‘De la seducción’, ‘Cuerpo y alma, un solo gusto’ y ‘Liderazgo o actuación’.

Antes de llegar al final quiero acotar, sobre el lenguaje de la obra, es fácil, placentero, quién esto escribe lo hizo fácilmente, los once capítulos de ENRIQUE ARTURO DIEMECKE: BIOGRAFÍA CON MÚSICA DE MAHLER, es tan parecido como estar ante una conversación entre los dos maestros, quién contó su vida y quién la escribe y, donde al final, se transforma en una trama como la de Jorge Luis Borges, no sé quién inventó a quién, sí el maestro Arturo Diemecke, invento a José Ángel Leyva quién escribió su vida, o es el poeta quién inventa a su personaje principal, un titán llamado Enrique Arturo Diemecke. El tiempo transcurre demasiado rápido durante su lectura, yo la comencé a las seis de la tarde y el amanecer me sorprendió casi a su final, no siento su andar por las palabras, fue como sentirse en el Adagietto de la 5ta. Sinfonía de Malher, que dura toda la noche y que repetía una y otra vez, ya que no cansa el escucharle, la distensión del tiempo en la lectura, van describiendo una vida, van narrando los hechos de un personaje que es un músico, un director de orquesta sinfónica, un mago, un titán dirigiendo los vientos, los mares, la luz sobre la tierra y la fuerza de la naturaleza, en sí, el ‘ser’ del personaje, a través de la música que lo posee.

Llego a la página 199, “Sueño de una conversación privada “: Despierto abrazado a las partituras de Mahler. Oigo el roce de las hojas y el deslizamiento de mis cuadernos de notas en la cama. La fatiga me hace sentir la gravedad de las sábanas, mi cuerpo se niega a desperezarse y levantar la cabeza de la almohada. Ha sido un viaje largo con cambio drástico de huso horario. Me desconcierta el tono de la luz, podría ser el crepúsculo o la aurora. Tengo la sensación de haber dormido poco y aún me envuelven las atmósferas del sueño, de esa recurrencia de imágenes…” Una parte muy poética y al mismo tiempo, fantástica. Es como estar en un bosque junto a Mahler, esperando a su padre. Un juego de espejos en el que confundimos los rostros de Mahler, de nuestro personaje Enrique Arturo Demiecke y del mismo Sigmund Freud y siento ver a un mismo tiempo el rostro del narrador omnisciente, del maestro José Ángel.

Del final de la novela, no hablaré, sólo la recomiendo a todo el público, no es un libro sólo para músicos, es para todo el público y estaría casi seguro que para edades que van de la secundaria en adelante. No voy a spoilear, el final, sólo diré que el capítulo 11, es para entender la razón del personaje y para que lean la obra completa publicada en México por la Editorial siglo XXI, en el año 2000. Sólo voy a concluir diciendo qué: tanto en el arte, como en cualquier pasión humana, la vehemencia termina volviéndose una obsesión, de ahí que, una persona cuya mañana es la belleza de la música, cuyo medio día es la belleza de la música, y la noche es la belleza de la música, seguramente soñará con la belleza de la vida.

Marco Regalado


Yo amo los libros de músicos que hablan de música porque nos invitan a su intimidad, a lo más profundo de su ser. Pero rara vez un músico se atreve a verbalizar lo que sabe hacer a través de la música. El libro que estamos presentando el día de hoy es una excelente combinación de dos talentos: el de Enrique Arturo Diemecke, músico y el de José Ángel Leyva, escritor. En su introducción José Ángel Leyva nos dice que este libro es “una biología de la pasión, de un idioma que nos permite ver literalmente cómo los sonidos hablan por los demás sentidos.” Y que “la voz que nos habla es también la de un actor que finge fingir lo que en verdad sucede.”

Este es un libro que habla igualmente a los melómanos y a los músicos profesionales. Hay pasajes muy divertidos, otros didácticos y otros de introspección musical y descripción sonora que los músicos disfrutamos enormemente. Es una mezcla de autobiografía, de revelaciones musicales, de encuentros maravillosos y de la evidencia de que todo lo que ha hecho Enrique Diemecke ha sido gracias a su talento, sí, pero sobre todo al muchísimo trabajo que ha invertido.

Para mí es muy especial presentar este libro por varias razones. La primera de ellas es porque yo conocí a Enrique justamente en la época en la que estaba dirigiendo todas las sinfonías de Mahler al frente de la Orquesta Sinfónica Nacional y no sólo lo conocí, sino que tuve el honor de ser invitada por él como compositora residente durante un año, lo que me permitió asistir a los ensayos y presentaciones de estas obras extraordinarias.

La segunda razón es que, a partir de ese momento, Enrique y yo nos hicimos amigos y, aunque no nos veamos mucho, estoy segura de que hay un gran cariño mutuo y, por mi parte, una gran admiración por su trabajo musical y un gran agradecimiento por el apoyo que me ha dado desde mis inicios como compositora. Muchas de las historias que se relatan en este libro se las escuché a él mismo, durante los múltiples viajes que hicimos juntos, con su característico sentido del humor y su alegría de vivir.

José Ángel Leyva logra transmitirnos justamente el habla, el espíritu de Enrique, lo leo y me parece que lo estoy escuchando. Desde cómo su padre convencía a los vecinitos para que cambiaran el box por los instrumentos musicales; la escena memorable del violincito que pendía sobre su cabeza y que prefirió a la cobija con la que se quitaría el frío por la noche. La gran decepción cuando descubrió que, aunque el violín era pequeño, él lo era aún más y no podría tocarlo hasta años después.

Me fascina pensar en ese niño tan sensible, que nació rodeado de música y de unos padres que supieron guiarlo con disciplina y cariño, que hicieron que para él y sus hermanos la música fuera parte de su naturaleza. Y también entiendo cómo ese ambiente amoroso, más el complicado mundo de los hermanos, lo preparó para algunos de los retos humanos con los que se encontraría. ¿No es eso para lo que nos preparan las familias?

Pero siendo tan sensible como es, puedo entender que el trabajo más difícil para Enrique haya sido controlar sus emociones para no desbordarse y perder el sentido musical y controlar también al peor enemigo de cualquier artista: su ego.

Me gustan mucho “los milagros” que evoca Enrique de los inicios de sus estudios de dirección de orquesta. El afortunado encuentro con la Fundación Monteaux , con Madame Monteaux y con Charles Bruck, quien le enseñó, entre otras muchas cosas que toda obra merece la pena de ser abordada con respeto y profesionalismo. Con él aprendió también que para entender la música y para interpretarla es fundamental conocer el contexto cultural y personal del compositor de su época.

Más adelante en el libro, nos encontramos ya con el Enrique Arturo Diemecke profesional. Su visión de la orquesta: la exigencia, siempre en el respeto mutuo, en el convencimiento estético. Su visión a mediano y largo plazo para lograr objetivos precisos. El concierto como ritual y como espacio de aprendizaje y gozo. El concierto en donde los afectos, lo inefable, se convierte en sonido y todo a través de las manos del director. La orquesta, sólo puede reproducir hacia el exterior lo que el director tiene en su interior, nos dice, y esto se lo logra gracias a la corporalidad. Es el cuerpo del director el que pone en movimiento lo sonoro. Toda la información que los compositores escriben en una partitura, es traducida, interpretada y reinterpretada por el director a través de su cuerpo.

El director es el intérprete de su instrumento que es la orquesta. “Hay un liderazgo natural en quien dirige una orquesta”, nos dicen Diemecke/Leyva “el director es el narrador de un acontecimiento intangible que se vuelve tangible en el momento de su puesta en escena.”

Enrique es un músico muy imaginativo y visual. Muchas veces lo he escuchado describir una obra ante el público y lo hace de una manera tan vívida y convincente que predispone positivamente a una escucha “informada”. También he sido testigo del carisma que ejerce Enrique sobre el podio, hacia la orquesta y sobre todo, hacia el público. Recuerdo las largas filas de admiradores que esperaban pacientemente para, al final del concierto, poderle decir al maestro lo conmovidos y agradecidos que estaban por su interpretación. Enrique siempre los recibía cariñoso y alegre. Esta seducción de la que tuvo conciencia desde muy pequeño le ha servido también para ser un gran gestor porque ser director de orquesta va mucho más allá de hacer música, debe también ser capaz de ser un interlocutor cultural, de convencer a los políticos y de mantener interesado a la orquesta y a su público.

Enrique ha dado muchas muestras de ello, al frente de la Sinfónica Nacional, de la Orquesta Sinfónica del Politécnico Nacional; de la Orquesta Sinfónica de Flint en Michigan, en donde tiene el “Día de Enrique Arturo Dimecke” y las llaves de la ciudad; en Long Beach, en Montpellier, en Auckland, en Buenos Aires, sólo hablando de algunas de las orquestas en donde ha sido director musical. Como director invitado, le ha dado varias veces la vuelta al mundo. Ha tenido a su lado a solistas de talla internacional y le ha dado oportunidad a jóvenes artistas mexicanos.

Como dije al principio, tuve la fortuna de estar muy cerca de Enrique y de la Sinfónica Nacional durante el año en que dirigió las 11 sinfonías de Malher. Estoy convencida de que en Malher, Enrique encontró la voz de su propio espíritu místico y un reflejo de su propia imagicaión a través de lo visual, de lo poético y de las historias que inspiraron a Mahler. Malher fue un compositor innovador, probablemente el primero en utilizar la espacialización instrumental como recurso expresivo. El espacio interior y el exterior, el fondo y la forma fusionados magistralmente. Y estoy segura que aquí es donde Enrique tuvo que hacer el enorme esfuerzo por controlar sus emociones porque esta música lo interpela directamente, nos habla directamente a los afectos.

Y justamente en los dos últimos capítulos del libro – que nos dice José Ángel Leyva que son una recreación de las conversaciones con Enrique entreveradas con fuentes externas–, entendemos la íntima relación de Enrique Diemecke con Gustav Mahler, primero en forma de un imposible diálogo, en donde José Ángel Leyva nos narra breve pero efectivamente la vida y tribulaciones de Mahler y en el último capítulo en donde se hace un fascinante análisis de cada sinfonía.

Esta sección nos pone en evidencia todo lo que a lo largo del libro Diemecke y Leyva nos han ido develando. Es aquí en donde encontramos al más profundo Diemecke, al estudioso, al intelectual, al que ha podido descubrir algunos de los inagotables misterios que tiene cualquier gran obra. El análisis de las sinfonías, cómo las relaciona con la vida de Mahler, con su destino, y la relación que existe entre ellas, como una sola búsqueda que va encontrando diferentes cosas a cada paso, pone en relieve la veneración y el profundo conocimiento que tiene Enrique por la obra orquestal mahleriana.

Theodor Adorno dice que “toda la obra de Mahler es un largo adiós. Su música es la primera en reconocer que el destino del mundo ya no depende del individuo; y al mismo tiempo lo fundamenta como un reconocimiento individual y en la categoría emocional del ser humano individual. La marcha, tan frecuente en la música de Mahler, podría entonces interpretarse desde la perspectiva de lo colectivo y del movimiento solidario, pero escuchado desde el individuo. El ser humano sobrevive en estas marchas con la fuerza de la variación y de la libertad. Mahler promete la victoria a los perdedores. Todas sus sinfonías son una diana. El héroe es el desertor”  (Adorno, Theodor w., Essays on music, Marginalia on Mahler, p 612-618).

Para Enrique Diemecke, Mahler es el monumento a la vitalidad, al eros, a la fertilidad y al gozo de los sentidos, al tiempo que nos conduce hacia la espiritualidad y la reflexión.

Mahler no murió como un gran compositor sino como un gran director.

Sus contemporáneos despreciaban su música por pertenecer, según ellos, al pasado. Pero Mahler se despidió de la sinfonía como Beethoven de la sonata; aunque surgido de la tradición, Mahler se alejó de ella.

En nuestro país sólo se han escuhado las nueve sinfonías de Malher como ciclo en dos ocasiones; la primera con Eduardo Mata y la segunda con Enrique Arturo Diemecke, en donde incluyó, además, la obra que considera como su Décima sinfonía: La canción de la Tierra. Recuerdo perfectamente las disuciones sobre Blumine, si inclurirla o no. Yo coincido con Enrique que Blumine evoca muchos de los temas que variará Malher en las sinfonías que le siguen. Y me congratulo de haber podido coincidir en ese momento que fue tan importante para Enrique Arturo Diemecke, para la Orquesta Sinfónica Nacional, para el público de la OSN y para mí.

Quiero terminar con un cariñoso reclamo hacia Enrique porque en este libro estupendo habla de muchísimas cosas pero ha omitido una muy importante: Enrique Diemecke ha sido fundamental en la defensa de la música contemporánea mexicana y nos ha dado la posibildad a muchos jóvenes compositores, y a otros no tan jóvenes, de poder escuchar nuestra música orquestal. Escuchar mi primera obra de orquesta con la Sinfónica Nacional, bajo la batuta de Enrique Diemecke quien la dirigió de memoria, fue el primero de muchísimos regalos musicales que Enrique me ha dado a lo largo de los años. Por esto, por este libro fantástico y por toda la música que nos has dado y nos darás, te estoy muy agradecida y me congratulo de todo corazón por este texto en el que José Ángel Leyva nos regresa la voz y el espíritu de Enrique de una manera entrañable.

Felicidades a ambos.

Ana Lara


Una autobiografía ajena: el compositor y el poeta en tándem

La publicación de esta obra constituye un acontecimiento singular en México, pues enhebra el ejercicio memorioso de una persona con la imaginación literaria de otra. Está por un lado Enrique Arturo Diemecke, protagonista, que no autor, de esta Biografía con música de Mahler. En efecto, nuestro querido director de orquesta es el personaje principal de este volumen —que es en realidad tres libros, como sostendré más adelante—, y sin su franqueza, sin su intuición de que esta fórmula colaborativa podía funcionar, no existiría el libro publicado por Siglo XXI Editores. Por otro está el más que versátil José Ángel Leyva, animal literario si los hay: poeta, narrador, ensayista, colaborador fiel de la prensa escrita, editor de libros y revistas (en el doble sentido de que los organiza y los prepara para su circulación), divulgador de la ciencia, lector sin saciedad posible, José Ángel parece ser la persona indicada, acaso la única en nuestro entorno letrado, para una empresa como ésta, pues a la sensibilidad y la curiosidad del periodista cultural suma la dolencia del melómano y la generosidad del redactor que quiere atraer, seducir y complacer a sus lectores; este libro pertenece a un género inventado por él, el del “retlato”, híbrido feliz del retrato y el relato. Para desgracia de esta obra, echó a andar a comienzos de la pandemia de covid-19 que congeló al mundo por larguísimo meses, razón por la que hubo que esperar más de dos años para celebrar las presentaciones que merecía este volumen, diseñado con una mezcla de sobriedad y coquetería por María Luisa Martínez Passarge.

Quiero empezar destacando que en nuestro país no abundan los libros sobre la vida de personas sobresalientes. La biografía es sin duda el género más socorrido, pero no podríamos decir que abundan los ejercicios narrativos sobre quienes han dejado su impronta en la vida pública, a la que pertenece el quehacer artístico; menos aún son frecuentes las autobiografías, acaso por pudor, por desmemoria o por falta de sinceridad, tres defectos de nuestro ser nacional, y ya no se diga la publicación de diarios. Sólo por eso, este ejercicio memorialístico es meritorio, pues deja registro de una época, unas circunstancias personales y sociales, unas andanzas singulares en un tiempo singular. Estoy seguro de que este volumen no agotó el venero de los recuerdos de Enrique Arturo y que, si se conjugan de nuevo las peculiares condiciones que lo hicieron posible, la mancuerna Diemecke-Leyva podría dar a las prensas más páginas con otros episodios, otras reflexiones, otros detalles. ¿Será que sus lectores logremos comprometerlos a que vuelvan a sumar fuerzas para la segunda parte de esta biografía?

Decía que el lector de este volumen se llevará tres libros al precio de uno. El primero es un álbum de fotografías, que dan testimonio de una época, no sólo por los personajes que encontraremos, sino por asuntos menores como la ropa, los espacios, las actitudes que podemos apreciar en las decenas de imágenes incluidas en este volumen. Además de ese material entre doméstico y periodístico, el lector se encontrará con ejemplos de partituras anotadas por el director de orquesta que se prepara para interpretar a Mahler: en la parte trasera de la página con que se anuncia cada uno de los once capítulos se reproduce un fragmento de ese material de trabajo, con anotaciones personales que hacen único cada uno de esos documentos. Hay algo que, tanto a profesionales como a profanos, nos atrae en la escritura musical como objeto plástico; muestra de ese fetichismo por la música garrapateada es que la cuenta de Twitter Musical Notation is Beautiful cuenta con más de 37 mil seguidores.

El segundo libro que el lector hallará aquí es el más esperable: la biografía de un gran jefe de orquesta, desde su primer, frustrado acercamiento a un violín demasiado grande comprado en vez de una cobija hasta algún comentario sobre el público que asiste al Tetro Colón. Sé que es tirar mucho de la cuerda, pero podría decirse que es una Bildungsroman, una de esas novelas de aprendizaje en el que el protagonista arranca en una infancia o juventud rodeadas de pureza e ingenuidad y concluye, tras sufrimientos, aventuras y dolor, en la edad adulta. En una época en que el final feliz parece dominio de las peores películas de Hollywood, esta narración por suerte tiene numerosos episodios alegres y decenas de anécdotas presentadas de forma acertada —como la prueba a que Charles Bruck somete al joven estudiante cuando le pide dirigir una obra que de entrada parece no despertarle el más mínimo interés o cuando la cabeza de la Orquesta Sinfónica Nacional pide, y consigue, argumentos para aceptar la negativa de los atrilistas a interpretar a cierto compositor; por cierto, con gran discreción, en ambos casos Diemecke se reserva el nombre propio de una y otro—. Hay también ingredientes amargos, pero no demasiados, y diversos acontecimientos fortuitos de los que Enrique Arturo logra sacar provecho. Las claves del relato —y, me atrevería a decir, de la personalidad del protagonista— son la emocionalidad, la audacia, el estudio (no sólo de la música) y la disposición a dialogar, siempre con el propósito de convencer (que es la forma de decir en una palabra “salirse con la suya”). Quizá con estos elementos pueda configurarse la definición de algo que flota en todo el libro: la relación profesional con la música. Está claro que, desde que, como segundo violín del cuarteto familiar, nuestro protagonista recurrió a la palabra —“sus significados más amplios y plurales”— para conversar con su público y así poner en práctica eso de que “El concierto somos todos”, del compositor al último oyente allá en gayola.

Me detengo en un punto: las reflexiones del músico sobre la dificultad de conectar con públicos amplios. Una de las vocaciones de Diemecke ha sido la conquista de gente no habituada a la sala de conciertos. Como para él la música es conocimiento y es placer estético, no está dispuesto a abaratar la oferta, a simplificar el mensaje; por el contrario, lo suyo es contribuir a que mejore el nivel del receptor de ese mensaje. Permítaseme citar un par de fragmentos, algo desoladores, pero que a la vez contienen un programa de trabajo de largo plazo para mejorar la educación musical de la población en general.

“La crítica en la música ha ido desapareciendo, vive una crisis mundial. Fue muy importante en las épocas cuando había muchas orquestas y los públicos eran numerosos y entendidos. Hoy existe menos gente que asista a las salas de concierto. Hay una crisis de público para este tipo de música. La crítica ayudaba a animar o a disuadir a los públicos. Si era buena atraería más gente y durante más tiempo. Hoy en día la crítica dejó de cumplir con esa función porque además los programas cambian de una semana a otra, y antes eran programas que duraban temporadas, como sucede con el teatro. Así que una buena o mala crítica podía asegurarte la asistencia o la ausencia de escuchas. Eso cambió. Lo otro es que la gente ha dejado de leer los periódicos; las secciones culturales han perdido de manera particular muchos lectores. El impacto que tiene la nota de un musicólogo o de un periodista especializado es mínimo, casi desapercibido. Nada comparado con las secciones de espectáculos, sociales, o deportes. La crítica se ha convertido pues en una actividad marginal y de escaso efecto en la generación o desaliento de nuevos públicos.”

“El problema en México es la falta de respeto y de continuidad a los programas exitosos, porque los nuevos funcionarios culturales que arriban a la administración desean terminar con el pasado, borrar todo aquello que representa un reconocimiento a sus predecesores, o simplemente por ignorancia se echa por la borda toda la inversión y el trabajo anterior. Es la ausencia de programas de largo plazo, de políticas culturales que garanticen la permanencia, la continuidad y el éxito de un trabajo que es acumulativo e integral, un trabajo de la comunidad, de carácter ciudadano y de interés nacional, más allá de diferencias políticas o partidarias.”

Finalmente, en el tercer libro hay un ensayo y un divertimento sobre Mahler. A lo largo de los pasajes cronológicos, acompañamos al músico en formación en su descubrimiento del compositor bohemio, desde su sorpresa ante sus apuestas musicales hasta un equívoco vínculo entre la primera sinfonía y el Titanic, desde la obtención de excepcionales discos de acetato con alguna obra suya hasta la primera oportunidad de dirigir una sinfonía surgida de su mano. En esos pasajes hay, desde luego, muestra de admiración y comentarios técnicos sobre el porqué de la afición de Diemecke, incluso algunos indicios de cierto paralelismo vital —el sufrimiento escolar, la existencia anfibia como compositores y directores, el paso familiar por Leipzig—, pero los capítulos 10 y 11 son cautivadores por derecho propio y constituyen una sección aparte. El último es una guía de escucha, útil para volver a escuchar las obras sinfónicas de Mahler y sacar mayor provecho, es decir mejor comprensión y mayor disfrute. La combinación de apuntes técnicos e históricos más la interpretación personalísima de Diemecke invitan al lector a una inmersión emocional e intelectualmente mejorada en una música que suele apabullar a los escuchas. El penúltimo capítulo, por su lado, es un delirio onírico graciosísimo, en el cual Leyva pone a fantasear a Diemecke con un diálogo delirante entre Freud y Mahler, parte sesión de diván, parte autoexploración, en el que escuchamos de otro modo al compositor germano, que dice cosas como “Escribo novelas sin palabras” o “La orquesta se muestra a sí misma como un instrumento virtuoso que nos transmite esa emoción de vitalidad. En esta obra encontramos al Mahler director de orquesta, que sabe muy bien cuáles son las posibilidades instrumentales y las emplea a fondo. Esa es la ventaja de un compositor que ejerce además su papel de director orquestal. Él nos coloca ante esas claras intenciones de alcanzar una luminosidad instrumental a partir de un estado de ánimo oscuro y arduo, gris.”

Este pasaje me recordó la dinámica de un libro publicado en 1970 por Costa-Amic: Beethoven en Santa Prisca, que es una original divagación de Antonio Ros —un republicano español, oftalmólogo y escritor lo mismo de obras técnicas que de crónicas de viajes y novelas—, a mitad de camino entre la crónica y la biografía de divulgación. El narrador cuenta un viaje suyo a Taxco para escuchar en la principal iglesia de esa población la música del sordo de Bonn. Pronto, sin embargo, ocurre el milagro: el narrador se descubre en la Viena de 1827, a unas semanas de que muera su admirado compositor, con quien conversará acerca de su vida y a quien le adelantará algunas noticias venidas del futuro. El Ludwig que aparece ante el lector es entrañable y huraño, un tanto despótico, siempre creíble. Entre el análisis de ciertas piezas y algunas confesiones más que tristes —por ejemplo, sobre sus frustrados amoríos—, este encuentro concluye con la llegada igualmente instantánea de Beethoven a Santa Prisca, donde, desde su sordera, dirige a una orquesta inexistente que interpreta la Missa solemnis. Con alegría y buena prosa, Ros recrea al hombre apesadumbrado y vital, compartiendo datos concretos e interpretaciones de las circunstancias por las que debió pasar.

¿Cómo puede describirse la fórmula de trabajo entre Diemecke y Leyva, coautores de este “retlato”, de esta non fiction novel, de este tándem virtuoso? Bueno, ya le he hecho de alguna manera, ahora mismo y a lo largo de este breve texto. Entiendo que el proyecto se gestó del lado de Enrique Arturo, quizá después de experimentar en carne propia lo que José Ángel era capaz de producir en sus lectores. Con gran intuición se vio a sí mismo como personaje literario en manos de ese ducho escritor, con el que conversó y conversó —me atrevo a postular que no eran entrevistas, en el sentido periodístico más elemental—, hasta que el narrador logró conocer no sólo hechos, detalles, contextos, sino ánimos, climas emocionales, circunstancias sentimentales. José Ángel es mucho más que un redactor, más que —y perdone el lector la expresión con ribetes racistas— un “negro literario”, y por ello festejo que figure en el volumen como lo que es: el autor de una autobiografía ajena. Con alguien menos generoso y honesto que Diemecke, o en una realidad editorial como la estadounidense, este proyecto podría haberse publicado como un libro “de Enrique Arturo Diemecke con José Ángel Leyva”, pero la atribución de roles que el lector ve insinúa los aportes de cada cual a esta obra. Me temo que estoy aventurándome en terrenos peligrosos, pero me atrevo a pensar que la vida de Diemecke es como la obra silenciosa que encontramos en una partitura y que Leyva hizo con su prosa certera y amena, con su fraseo claro, la interpretación que el lector disfrutará. Otro escritor, a partir del mismo material humano, habría producido otro libro. De alguna manera es lo que nos pasa cuando escuchamos una misma obra musical en diversas versiones. Aquí, entonces, Enrique Arturo es el compositor —de su vida— y José Ángel es el intérprete —con su instrumento: la palabra.

Tomás Granados Salinas


Algunas ligas de prensa:


https://www.facebook.com/watch/?v=491976459359093

https://www.excelsior.com.mx/expresiones/presentan-libro-sobre-diemecke-en-la-sala-manuel-m-ponce/1550442

https://www.razon.com.mx/cultura/diemecke-mi-acercamiento-musica-expandido-504795

https://www.jornada.com.mx/notas/2022/10/26/cultura/soy-peligrosamente-emocional-diemecke-el-director-de-orquesta-llego-a-guanajuato-el-lunes-para-comenzar-su-jornada-en-la-edicion-50-del-fic/

https://www.jornada.com.mx/notas/2022/11/07/cultura/un-milagro-en-bellas-artes-diemecke-convirtio-al-publico-en-una-gran-orquesta/

https://www.jornada.com.mx/2022/11/05/cultura/a12n1dis

https://www.jornada.com.mx/2022/10/22/cultura/a12n1dis

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